Parece que la decepción y la ruptura de sueños (como objetivos ideados, deseados) sea inherente al ser humano. Y qué más humano (e inconsciente) que los sueños en torno al plano sentimental.Nos fabricamos un ideal de lo que es, o puede ser, eso con lo que la sociedad se llena los abazones, contradictoriamente más que el alma, al pronunciarlo: el amor. Mil ideas alrededor de un concepto que parece vacío y banalizado, maltratado, degradado y estereotipado, hasta tal punto que puedes incluso comprarlo en el El Corte Inglés empaquetado dentro de una caja de bombones en forma de corazón. Todo un imaginario colectivo centrado en perfilar lo que es el amor con su máxima abstracción en ese corazón, del que algunos dicen que no es más que la visión de un trasero de una fémina cuando ésta está agachada (y probablemente tenga razón).
No sólo nos imponen representaciones del concepto, sino presupuestos de lo que de debe ser esa ceguera amorosa y la relación consiguiente.
El príncipe azul que debe salvar a la princesa, Richard Gere con el ramo de rosas subiendo por la escalera de incendios para besar a Julia Roberts, la flor como detalle universal para demostrar nuestro amor, convertir a la pareja en nuestra sombra para formar sólo uno. Decenas de clichés preestablecidos que se han ido conformando a lo largo de la historia, más bien reciente -al Romanticismo le debemos la concepción actual del amor, sin matrimonios de conveniencia de por medio-.
Fórmulas que quizá en la individualidad de cada pareja, en la práctica, no sean válidos. Puede que sean otros patrones con los que nos vistamos, aunque no estén catalogados dentro de las tendencias primavera-verano del amor de la sociedad de masas. Quizá no consideremos amor, romántico o enamoradizo esos comportamientos universales con los que nos bombardea el mundo audiovisual actual. Quizá no encontremos el amor porque nos empeñamos en vivirlo o en sentirlo como nos quieren hacer creer los demás que se hace.
Es más, si nos salimos del molde, probablemente nos acusen de insensibles. Que un post-it en un espejo nos llene más que una tarjeta prefabricada con versos de un desconocido, que prefiramos una canción heavy que te desgarre al último éxito del cantante melindroso de turno, que detestemos San Valentín y adoremos cualquier otro día, o que amar no signifique dependencia, pertenencia y exclusividad, son motivos más que suficientes para que no te dejen entrar en un selecto club custodiado por un Cupido venido a menos casi baccomizado por la depresión.