Revista Literatura

Cajita de los sueños

Publicado el 03 septiembre 2011 por Netomancia @netomancia
Qué aterradora es aquella sala de espera, bajo luminarias pálidas y paredes tristes. Los rostros se contagian de congoja, de mutuo apoyo sin necesidad de palabras. La hora última, la de los internados y nosotros, de este lado, aguardando, armados de paciencia, conteniendo el llanto.
La puerta se abre una y otra vez. De a uno van ingresando, entrando fuertes y saliendo débiles. Y entonces, el momento, el llamado que si se pudiera, uno postergaría. Porque la imagen estremece, es injusta, nos devuelve alguien que ya no es, solo un boceto a medio terminar de quién amábamos.
Y entramos, con pies de plomo, el corazón en la boca. Pero nos ponemos una sonrisa, como si fuese un traje.
Ahí está el viejo, achacado, arrugado por los años, disminuido por la vida. Nos mira detrás de unos ojos que no parecen los suyos, pero así y todo nos habla, intenta en vano levantar un brazo para acariciarnos la mano y entonces en un arrebato de piedad, tomamos la suya.
Suspiramos, porque no sabemos que decir. ¿Hay cosas para decir? Si, las hay. Lo supe ese día, esa última vez a su lado.
Mientras nuestra lengua se acobardaba, la suya luchaba para hablar. Es que hasta las últimas palabras son importantes y eso lo sabe solo aquel que mucho aún tiene por decir.
- ¿Te acordás la cajita? - preguntó, en un hilo de voz.
Por un momento dudé de aquella pregunta, interponiendo la lógica equívoca de quien se siente vivo, pensando en un desvarío u otra excusa infantil, que es el recurso imbécil al no querer escuchar. Pero una luz surgió en mi mente. La cajita.
- ¿La cajita de madera, la que enterramos cuando era un niño bajo el paraíso del patio?
El viejo esbozó lo que parecía una sonrisa y bajó los párpados, asintiendo.
- Si, claro que me acuerdo - de pronto aquel recuerdo alentó el espíritu, reavivó algo que parecía perdido, que era la esperanza - La enterramos juntos, cómo olvidarlo.
Me miró con esa ternura que era tan propia, con ese infinito amor que es invisible y sin embargo, lo abarca todo.
Se me escapó una lágrima, la primera.
- Me habías dicho que ahí dentro estaban guardados mis sueños, que los poníamos a resguardo. Hicimos el pozo con la palita de plástico, la azul.
- Y cada sueño... - empezó a decir desde la cama.
- Cada sueño nuevo que tuviera, cada cosa que quisiera ser o hacer en un futuro, se guardaría solo en aquella cajita.
Sonreímos, por el recuerdo compartido.
- Qué lindo que es ser chico ¿no, viejo? - agregué - Creer en todo eso, en lograr que cada momento se vuelva mágico.
- ¿Pero... es que ahora no crees en eso?
- Viejo, uno crece, el tiempo pasa y...
- El único que engaña sin mentir es el tiempo - dijo, sacando fuerzas de donde no las tenía.
Me quedé mirándolo.
- Es que nunca te conté que siendo más grande la desenterré - confesé - Sabía que allí no había nada, pero igual la abrí. ¿Y sabés qué?
El viejo me miró con los ojos grandes, brillosos.
- No había nada, estaba vacía. Y a pesar que sabía que sería así, sentí una gran desilusión. Pero no te dije nada, porque en su momento nos habíamos divertido.
Meneó la cabeza sobre la almohada y tosió por el esfuerzo.
- No te muevas, que...
- No es así...
- ¿Qué cosa? ¿Lo de la cajita? No te preocupes, aquello...
- Los sueños siempre estuvieron ahí, querido - me interrumpió - Cuando dejaste de creer en ellos, es que dejaron de existir para tus ojos. Esa cajita no está bajo el árbol, sino acá...
Y levantando el brazo, el mismo que antes no había podido mover para tomarme la mano, llevó su índice hasta mi pecho y señaló mi corazón.
Nuestras miradas se sostuvieron durante varios segundos. Muchos para ser sinceros. Los necesarios para ver apagarse su vida.
Se había ido, ya no estaba.
Y lloré, pero sin pena. Lloré orgulloso, feliz del viejo. Porque en lugar de abrazarse a la desdicha y la muerte, se aferró a la vida, esperándome estoicamente para brindarme ese último esfuerzo, devolviéndome aquella cajita, regalándome sus últimas palabras, dándome otra vez la vida, la esperanza, los sueños que había perdido por el simple e inevitable hecho de crecer.
Al salir por la puerta, me sentí fuerte.

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