La calle de mi negocio es una asesina. Asesina de peatones, asesina de vehículos, asesina de potenciales clientes.
A cien metros de donde trabajo hay un cráter en el asfalto que sobrevive rodeado de trabajadores con cascos y maquinarias que extraen todo lo que salga de ese agujero.
Algunas mañanas, cuando llego hasta la instancia en la que hay que doblar, me imagino encarando la valla con mi auto, y haciendo piruetas arriba de ese pozo alargado que tiene forma de gusano. ¿Caeré en el pozo, llegaré a Japón o saldré volando sobre éste como el General Lee de los Dukes de Hazzard?
Me debato a diario entre la preocupación por llegar a ser pobre -con certificado habilitante y todo- y por la falta de amor.
Es como que una cosa no puede ser peor que otra, ¿o acaso sí?
No me jodás hoy con lo del amor propio por favor.
Recuerdo ahora uno de esos carteles que preguntan si uno pudiera elegir con qué quedarse: ¿con el millón de millones o con el millón de pelotudos?
Por suerte el clima acompaña, y en esta calle desierta el sol es como una leve caricia que forma sombras tenues en las fachadas de los edificios viejos que tengo en frente. Hay algo bello en todo esto que en apariencia se siente tan feo.
Sale charla con un amigo que tiene dinero y amor. Pero está complicado: el dinero cuesta y el amor cuesta una bocha más: mantenerlo, cuidarlo, hacerse cargo, arriesgarse.
Tal vez el tema no sea la calle ni la pobreza monetaria.
El tema sigue siendo por qué me despierto horas antes de enfrentar esos pozos, el de la calle y el existencial.
Patricia Lohin