Revista Diario

Cambio de coche

Publicado el 03 agosto 2010 por Isladesanborondon
CAMBIO DE COCHE
   Se nota que el sol empieza a calentar con ganas. Es uno de esos apacibles domingos de mediados de mayo que invitan a salir de casa y disfrutar del aire libre. Después de un largo paseo acabaron descansando en un banco del parque mientras las niñas prefirieron jugar en el tobogán.
   — ¡Mami! ¡Mami! ¡Mira! No tengo miedo —gritó la pequeña—. Me tiro solita.
   — Qué bien, cariño. Ya lo haces muy bien.
   Antonio está ensimismado leyendo Acción de gracias. Richard Ford es uno de sus escritores favoritos. De vez en cuando levanta la cabeza y sonríe hacia donde están nuestras hijas cuando las oye reír.
    — ¿Qué grandes están ya, verdad?
   —Sí. Están creciendo tan deprisa… Ya no son bebés —digo sintiendo cierta pena.
    Ellas regresan cada dos por tres a nuestro lados como dos cachorrillos que quieren estar seguros de que sus padres no se han marchado sin ellos.
    —Papá, papá vamos a darnos un abrazo de oso —pide la más pequeña.
   Él y las niñas comienzan a dar fieros gruñidos y acaban abrazándose con fuerza.
   —Mamá osa también quiere cariñitos —lloriqueo celosa.
   Nos abalanzamos unos sobre otros riéndonos con ganas, y así permanecemos un rato hasta que ellas dan por terminado el juego y regresan al tobogán.
   —Creo que va siendo hora de cambiar de coche. En el taller me dijeron que éste lo único que nos dará a partir de ahora serán problemas ¿Qué opinas? Ahora con las niñas nos vendría bien uno más grande.
     Escucho su voz, sé  que me está contado algo. Dirijo mis ojos hacia donde está, no vaya a pensar que no escucho ni una palabra de lo que dice. Me quedo observando a mis hijas que saltan como dos conejillos en libertad. Otra vez pienso en él. Desde hace seis meses, ha contaminado todo lo que hay en mi vida. El tiempo ha pasado como en un abrir y cerrar de ojos, y hoy aquella tarde le parece lejana e irreal. Como si todo lo ocurrido estuviera disolviéndose muy deprisa, sin que ella pueda hacer nada por evitarlo.
   Se habían encontrado en el ascensor de la oficina al final de la tarde. Lo saludó con un beso y un abrazo cariñoso. Se había enterado de su reincorporación después de…
     —Nada grave— dijo divertido—. Un infarto. Algo común entre los introvertidos como yo.
  —Ya veo que sigues con el humor de siempre ¿Eso no te lo han podido curar? Me alegro mucho, de verdad— contesté.
   Él me miró de arriba abajo.
  — Ya no me acordaba de lo guapa que eres.
   Reí con ganas para disimular la timidez que delataban mis mejillas. Me sentía cohibida al ver a tantas personas a nuestro alrededor escuchando nuestra conversación que me puse todavía más nerviosa y enmudecí de golpe.
      Cuando alcanzamos la planta de salida, sentí cierto alivio. Ya en la calle, a punto de despedirnos, por unos segundos me pareció que dudaba en decir algo. Al final se atrevió.
  — ¿Qué haces? ¿Te vas a casa ya? Me gustaría invitarte a tomar algo. Es mi cumpleaños, ¿sabes?
  — ¡Felicidades! —dije —¿Cuántos te caen?
   —Pocos, cincuenta y cuatro. Ya ves, un chaval.
   —Desde luego, tu abuela no tiene trabajo contigo. ¿A dónde vamos? —le pregunté, y zarandeé las llaves en el aire—. Tengo coche.
   —Por ahora me conformo con invitarte a una copa, luego ya veremos.
    —Estoy casada, así que no habrá "luego".
  —Eso sí que no me lo esperaba.
  —Por cierto, tengo que avisar a casa.
   Telefoneé a Antonio y le pregunté si podría recoger a las niñas porque un compañero nos invitaba a unos cuantos a tomar algo por su cumpleaños. En ese momento me sorprendí inventando una mentira. No sabía por qué estaba actuando de aquella manera cuando no iba a hacer nada que pudiera reprochárseme después.
   El ambiente del bar era relajado y tranquilo. De fondo se oía a Caetano Veloso. "Te vi, te vi, te vi… Yo no buscaba a nadie, y te vi."
   —Felicidades-dije sonriendo mientras levantaba el gin-tonic.
   Él me acompañó el gesto y alzó su copa.
   —Por las casualidades —dijo, guiñando el ojo.
   Bebimos el uno frente al otro y permanecimos un rato sin decirnos nada. Sabía que estaba observándome. Yo apenas podía responder a su mirada. Me sentía como si se adentrara en un territorio que me pertenecía. “Se dará cuenta de las arrugas”, pensé. ¡Bah, y qué más da!”. Sentía calor y rebusqué en el bolso hasta que encontré un palillo chino para hacerme el moño.
   —Te queda muy bien el pelo así—. Dio un trago largo a su mojito y continuó hablando.—Deberías llevarlo recogido más a menudo.
   — ¿Tú crees? Se me verían las orejas de Dumbo. Así es como me llamaban en el colegio.
   —Pero, ¡qué tontería estás diciendo! Perdona, las mejores orejas de soplillo, las auténticas, son las de mi jefe, que en vez de orejas le cosieron los alerones del Hércules.
  — ¡Qué exagerado!
   —Te lo juro. Además, es muy gracioso porque cuando se enfada, el lóbulo de la oreja derecha se le pone así, aún más tiesa, y todos en la oficina ya sabemos que la mañana va a ser muuuy larga.
   Sus ocurrencias eran divertidas. “Me gusta. Me hace reír”, pensé. Lo cierto es que lo estaba pasando francamente bien. Siguió observándome y no pude más que sonreír de nuevo y bajar la mirada, volvía a ruborizarme como una colegiala.
   —Ahora en serio, estás muy guapa con ese moño —insistió, y alargando su mano me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Luego rozó el lóbulo con sus dedos, y una sonrisa acudió a sus labios—.Y no quiero oírte más decir que tienes las orejas feas. Te lo prohíbo.
  
   Esa noche hablamos sobre un montón de cosas. Cualquiera hubiera pensado que éramos dos grandes amigos que acababan de reencontrase después de mucho tiempo y que necesitábamos urgentemente ponernos al día sobre lo que mucho que habían cambiado nuestras vidas. Quería saberlo todo de mí. Le conté que estaba casada con un médico de familia tres años mayor que yo, que teníamos dos niñas a las que adoraba y a las que iba a buscar todas las tardes al colegio.
   —Excepto hoy, claro, que has aparecido. Ya sabes, niñas, marido, trabajo y casa. Y eso es todo. Esta es mi vida.
   Él reconoció con total confianza que sus relaciones la mayoría de las veces habían sido por lo menos un desastre.
   —La francesa se volvió obsesiva, y veía amantes rondándome a todas horas. Para volverse loco. La verdad es que estuve a punto. Y la otra… ¡uf! Una buena chica a quien hice mucho daño, sin querer claro. En esos años yo estaba hecho un lío y no sabía realmente lo que quería. El resto de historias se han quedado en eso, en anécdotas. Parece imposible, ¿verdad?, que la persona más importante en un momento de tu vida desaparezca de la noche al día, y con el tiempo no quede nada de ella dentro de ti. Bueno, qué te estoy contando… Supongo que te habrá sucedido lo mismo.
   Asentí varias veces mientras me hablaba. Tal y como se había explicado sus fracasos eran por cosas muy comunes entre los mortales. Yo me sentía afortunada, por el momento sólo había tenido satisfacciones.
   — Por cierto que las niñas estarán preguntándose por qué su madre no les ha dado todavía el beso de buenas noches.
   Conduje hacia su calle saltándome algún semáforo en ámbar. Tenía prisa por llegar a casa.
   —Lo he pasado muy bien. Pensé que este año tampoco haría nada especial y me equivoqué. Mira por donde mi regalo sorpresa estaba en el ascensor.
   Me dio un beso apresurado en los labios y salió del coche. Antes de cerrar se quedó parado en la puerta.
   — ¿Podré invitarte otro día, aunque no sea mi cumpleaños?
  Sonreí y no contesté. “Sí, llámame, eso es lo que quiero”, dije para mis adentros.
   —Debo irme —insistí.
  —Sí, se ha hecho tarde ¡Hasta mañana Dumbo!
   Dije adiós con la mano y pisé el acelerador. De camino a casa lo que me había contado volvió con la intensidad de un oleaje. En mi cabeza se escuchaba su voz con claridad; aquellas frases ocurrentes que me habían hecho tanta gracia. Aún me parecía estar viendo sus ojos grises, con esa mirada franca. Y entonces recordé la canción que había estado sonando en el bar.
   "Las luces siempre encienden en el alma…
   Te vi, te vi, te vi.
   Yo no buscaba a nadie y te vi."
   Esa noche sentí como si alguien me enviara un mensaje secreto desde algún lugar remoto.
  Una semana más tarde recibí un email invitándome a comer a su casa. “Está a dos pasos de la oficina”, leí. Me pareció que vernos de nuevo podría resultar agradable. “Te espero en el hall a las dos en punto, ni un minuto más”, contesté.
   Su apartamento daba a una plaza recoleta rodeada de árboles frondosos. Un dormitorio, una cocina, un baño y un escueto salón decorado con algunos objetos posiblemente adquiridos en diferentes viajes, completaban su espacio personal en donde todo guardaba un orden calculado. Él entró en su dormitorio y al rato comenzaron a sonar las voces inconfundibles de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong.
   —Puedes cotillear lo que quieras siempre que no descoloques demasiado.
   —No te preocupes, nada más entrar me he dado cuenta de que eres el colmo del orden en persona. Me dirigí a su habitación y descubrí que justo a la altura de la ventana asomaba la copa frondosa de un castaño de indias cuyas hojas podían tocarse sin el menor esfuerzo.
  — ¡Pero si vives en un árbol!
  —Sí ¿No es maravilloso? —preguntó alzando la voz desde la cocina.
  —Ya lo creo.
  La música que se escuchaba procedía de un viejo tocadiscos de la marca Hitachi.
   "The way you smile just beans
  The way you sing off key
   The way you haunt my dreams
   No they can’t take that way from me."
   — ¡Un tocadiscos! ¡Y funciona!
   —Herencia de mi padre. Tendrá la friolera de… ¿cincuenta años? Quizás me he pasado. Un poco menos, quizás.
   Cogí la funda del disco para examinarla mejor y como si lo hubiera adivinado gritó:
   —El disco que estás escuchando es una joyita del cincuenta y seis que encontré en una tienda de Amsterdam. Ya ves, soy un romántico.
   —Me gustan los sentimentales— me oí decir desde el dormitorio.
  —Estupendo, porque tú a mí me gustas muchísimo. Desde el primer día que te vi —dijo—. Así que... y apareciendo por la puerta me cerró el paso y sus labios buscaron directamente mi boca—. Creo que nos llevaremos muy bien.
   Nos besamos e hicimos el amor, disfrutando del placer con calma.
   Se fue a duchar primero. Yo me quedé un rato más en la cama. De pronto algo se deslizó por debajo de las sábanas y rozó mis pies. Lancé un grito. Salió un gato y erizándose amenazadoramente, soltó un bufido y huyó del dormitorio.
   —Me parece que Marx ya se ha presentado —gritó desde el baño.
   —¡Podrías haberme avisado!—protesté.
  —Lo siento. A veces, también a mí se me olvida que está. Somos muy independientes.
   — ¿Cómo se llama?
   —Marx, por Karl Marx.
   — ¿Y eso?
  —Fue muy gracioso. Me regalaron el gato y no me decidía por ningún nombre cuando lo pillé destrozando las páginas de El capital—. Salió del baño chorreando agua, con la toalla amarrada a la cintura y se sentó al borde de la cama—. Para mí que estaba leyéndolo a escondidas bajo la cama y cuando se dio cuenta de que lo había pillado in fraganti, disimuló y empezó a hacer jirones las hojas.
   —Eres un poco esnob, ¿no crees? —comenté entre risas.
   —¿Esnob, yo? —preguntó extrañado— ¿Y eso por qué?
   —No sé. Tengo la impresión de que en todo momento necesitas sentir que las cosas que tienes a tu alrededor deben ser especiales.
   Frunció el ceño durante unos segundos y con un tono de decepción en la voz se defendió.
   —No creo que snob sea una palabra muy justa para definirme. Tengo cincuenta y cuatro años. En el hospital, cuando me vi más allá que acá, comprendí que empezaba a vivir un tiempo prestado. Me prometí entonces que si salía de aquello disfrutaría la vida al máximo. Así de simple. No hay ningún secreto. Sólo pienso en que tal y como haga o viva las cosas, así serán o quedarán para siempre. No habrá otro momento igual. También este día puede ser el último. Luego, se acabó. Como dijo el poeta, cómo duele soñar cuando el tiempo se agota. Y lo que viene ahora ya es de mi cosecha…Y si he de morir…quiero que sea en tus brazos y llevándose la mano a la frente en un gesto afectado se abalanzó cubriéndome de besos todo el cuerpo.
   Continuamos viéndonos siempre que yo podía inventarme alguna excusa para no ir a recoger a las niñas. Mi marido dijo que tal y como estaba trabajando en los últimos meses esperaba que por lo menos me pagaran las horas extraordinarias. Por lo demás, no puso ningún problema porque ya había encontrado la manera de apañárselas él solo.
   Nuestros encuentros eran intensos. A él le gustaba sorprenderme y casi siempre tenía algún plan distinto para hacer. Por supuesto que seguíamos acostándonos, pero el sexo tampoco era el centro de nuestra relación. Ninguno de los dos nos habíamos visto en una situación parecida. “No soy de esos que van acostándose con mujeres casadas”, recuerdo que había dicho.
   Al principio, creí que podría continuar mi vida como hasta ahora, no veía que aquello fuera a ser un problema. Mi relación con él la veía muy distinta a la que tenía con mi marido. Pero con el tiempo, el hecho de mentir día sí día empezó a afectarme seriamente. Tenía muchos cambios de humor, me volví taciturna y las pesadillas me obligaban a levantarme unas cuantas veces durante la noche. Lo que había empezado siendo un juego inocente se tornó en algo serio y doloroso. Cada vez que nos despedíamos sentía que dejaba atrás una parte irrecuperable de mí. Regresaba a casa como si condujera por un bosque calcinado, en el que por más vueltas que diese no encontraba la manera de salir y aquello me angustiaba. Una mañana mientras tomábamos un café intenté explicárselo.
   —No creas que me estoy justificando, o quizás sí, pero quiero que sepas que soy una mujer feliz. Todo va bien en casa. No tenemos problemas. Te estarás preguntando: ¿entonces, por qué te acuestas conmigo? No sé por qué estoy diciendo todo esto. Me siento mal. No me gusta estar mintiéndole, pero es que te quiero. Estoy hecha un lío—. Me eché a llorar desconsoladamente. Él no dijo una sola palabra sólo me rodeó con sus brazos como si quisiera defenderme de aquello que me hacía daño.
   Llegó el sábado y como todas las semanas acudí a clase de Pilates. Mi amiga había llegado antes y me esperaba en la puerta del gimnasio.
   —Lo siento, me he quedado dormida.
   —No te preocupes, seguro que “La musculitos” nos ha preparado una clase especial, de las que cuando lleguemos a casa nos meteremos de nuevo en la cama. Hoy ha venido de mal café.
   Estuvo en lo cierto. La profesora nos dio una paliza. Ante la protesta general ella nos animó a que visualizáramos en nuestra mente las caderas y el culito de Shakira. Y nos prometió que cuando estrenáramos el verano le daríamos las gracias porque la celulitis sería sólo un mal recuerdo.
  Después de una matadora sesión, mi amiga y yo nos fuimos a tomar el aperitivo. Una par de cervezas bien frías acompañadas de un plato de aceitunas eran para nosotras una costumbre sagrada en la que nos importaba muy poco que la celulitis se alojara unos meses más en nuestros traseros.
   —Lo que quiero decir es que al final, desees lo que desees, tu vida acaba por ser la que es y tú has decidido sobre muy pocas cosas. Sí, vale, yo decidí casarme y tener hijos, pero lo elegí en un momento concreto, tenía veintitantos, no era la mujer que soy ahora. A veces echo de menos estar sola un tiempo para descubrir qué es lo que realmente quiero.
   —Eso que pides es un poco difícil, ¿no te parece?
   —Oye, ¿podrías por un momento dejar de lado tu sarcasmo?
   —Perdona, es que me da la impresión de que llevas meses flotando en la Luna. Lo que te sucede está muy claro, por lo menos a mí me lo parece. El caso es que sin saberlo, te has cansado de tu formidable Mercedes. Caíste en la cuenta el día en que apareció por tu calle un estupendo Audi rojo descapotable. El problema es que en el garaje sólo hay una plaza, y tienes que elegir a uno de ellos, pero estás hecha un lío porque además sabes que no puedes quedarte con los dos. Ya me entiendes.
   — Entiendo perfectamente que me estás hablando de coches —subrayé con agresividad.
   —Qué quieres que te diga, si no sueltas prenda… De todas formas no puedo ayudarte. Pero no te preocupes. No eres mala, ni rara porque ahora te gusten los modelos atrevidos. Estas cosas pasan, nena.
   —A veces no te aguanto. Siempre crees que lo sabes todo.
   —Dejemos el tema por hoy, porque… es usted quien está insoportable, madame.
  Sentí como si me hubiese lanzado un puñetazo directo. Mi amiga había dado en el clavo, pero lo que en su boca sonó con una frivolidad aplastante, a mí me estaba destruyendo. Había perdido el control sobre las cosas. Tampoco podía ignorar lo que ocurría. Era como si alguien me hubiera dado una cuchillada y con cada movimiento, la hoja de metal me recordara que aún seguía dentro de mi cuerpo. Mis sentimientos eran verdaderos. Una parte de mi cuerpo se resistía a perder la felicidad recién estranada. Me encontraba en la mitad de un puente en el que retrocediera o avanzase unos pasos, las piedras acabarían inevitablemente desplomándose,  y yo con ellas. Debía reunir el suficiente valor para decidirme de una vez por todas.
   Una tarde le dije adiós. Él me acarició las mejillas intentando borrar las lágrimas.
   —No te preocupes Dumbo. Todo irá bien. Te quiero.
   Cerró la puerta y me quedé un rato dentro del coche. Vi como abría el portal de su casa y en unos segundos desapareció.
   Conduje hacia mi casa cegada por la rabia. Quizás me estaba equivocando. No podía engañarse. Siempre había querido huir, y ahora por fin, alguien me estaba dando la oportunidad de salir por la escotilla y saltar al mar. Pero tenía miedo del daño que pudiera hacer. Su lugar estaba allí, con las niñas,  y con el hombre que  le había demostrado su amor en muchas ocasiones ¿Eso era realmente lo que quería?, ¿destrozar la felicidad a martillazos? No podría perdonárselo jamás.
   Los gritos de las niñas la devuelven al parque. Se acurruca junto al cuerpo de su marido y Antonio abandona el libro sobre el banco.
   —Ven aquí— le dice mientras la abraza. Ella apoya la cabeza sobre su pecho, y él le besa el pelo— ¿Qué le pasa hoy a mi niña grande?
   —Nada de lo que preocuparse, doctor —responde mientras se le saltan las lágrimas.
   —Ese móvil que suena es el tuyo, ¿no?
   —No importa— dice, buscando una postura más cómoda. —Ya llamaré a quien sea más tarde.
   En el parque se ha levantado una suave brisa. Mira a sus hijas. Cierra los ojos y piensa que la peor derrota es saber que aprenderá a olvidarle. “Cada año dolerá menos”, se dice para sus adentros. De ese naufragio guardará en la memoria un par de canciones que le ayudarán a revivir aquel sueño tan dulce. Se pregunta qué imágenes guardará él de ella para no olvidarla.
   Sólo después de acostar a las niñas fue cuando escuchó el mensaje. En el teléfono Louis Armstrong cantaba la canción que escuchó la primera vez que estuvo en su apartamento.
  "We may never never meet again,
   On that bumpy road to love.
  But I’ll always, always keep the memory of…"
   De pronto, piensa que está equivocándose. Necesita correr y contárselo. Ahora lo ve todo claro. Tiene que saltar. Él se quedará hundido, lo sabe de sobra, pero quizás acabe por entenderla. Ella no buscaba a nadie. Es el maldito amor que hace temblar la vida cuando le viene en gana. Debe sincerarse. Será mejor para todos. No podría seguir viviendo como si no hubiera pasado nada. Es el momento. Está temblando. Aprieta los puños buscando el impulso que necesita para enfrentarse a la realidad de una vez.
   Lo encuentra en el salón. Él está viendo las noticias en el televisor.
   —Me parece bien —suelta de pronto, paralizada en el vano de la puerta.
   — ¿El qué, cariño? —pregunta bastante sorprendido.
   —Que nos compremos el coche —dice con un hilo de voz—. Un cuatro por cuatro, estaría bien.

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