Se llamaba cómo el optimista personaje de Voltaire (aurrevoire, dijo Voltaire, tirando el chapeau por la fenetre). Era alto y rubio cómo una estrofa de Rafael de León; corpulento, con ojos azules, o verdes que no lo recuerdo. Levaba uno de esos pulcros bigotes militares perfectamente acabados en las comisuras de los labios. Se peinaba con el pelo suelto y separado del cráneo, disimulando la inexorable calvicie. Era paisano de mi tío el herrero, amigo de la familia. Podría decirse que era un conocido de toda la vida. Ennovió y casó con la hija de uno de los dueños de una gran tienda de confección que había en la plaza.
Durante el periodo de quince meses hace poco referido, eran continuos mis viajes a Valencia. Cada dos semanas los viernes a Tomelloso y los domingos de madrugada a la ciudad de las flores, de la luz y del amor. El viaje de ida lo hacía en unos autobuses piratas que salían de la Alameda. El regreso lo efectuaba en tren que cogía en la estación de Alcázar.
—Tren expreso procedente de Sevilla y Málaga y con destino a Valencia y Barcelona va a efectuar parada en vía 4.
Cuando era posible el viaje lo hacía en camión. Uno de los socios de la gasolinera era un importante empresario del transporte nacional e internacional de materias peligrosas. Aquel domingo era ineludible que mi regreso fuese por carretera ya que unas inundaciones, provocadas por la recurrente gota fría, habían dejado el ferrocarril sin servicio. En la base, tomando café, estaba sólo un conductor de La Solana, que pilotaba un viejo Pegaso 2181 al enganche. Pasaba por Valencia. Eché los trastos a la cabina y cuando salíamos de la campa, entraba nuestro amigo del primer párrafo.
—¿Te vas a ir con ese? —me preguntó tras los saludos— En esa cafetera no vas a llegar nunca a Valencia. Vente conmigo que estrené un Mercedes la semana pasada.
—Vete con él, vas a ir más cómodo. —me dijo prudentemente mi primer porteador.
Me monté con él. Una vez fuera de Tomelloso y ya en la carretera de Villarobledo puso el trailer a ciento y pico, mientras me contaba las maravillas de la marca y el modelo. El insuperable radiocassete, hifi como no podía ser de otra forma. El aire acondicionado, extraño en las cabezas tractoras en aquellos años. El cambio, una maravilla de la mecánica alemana. Conducía a mil por hora, relataba y manipulaba a la vez, mientras sonaba la música a un volumen insano que le hacía gritar. Yo callaba, aterido por el aire acondicionado, o el miedo, y agarrado a un asa que había sobre la ventanilla. Veía la carretera preocupantemente estrecha y notaba la velocidad excesivamente elevada, lo que no contribuía nada a mi tranquilidad.
En la primera gasolinera de Villarobledo paró a repostar. Tras llenar el depósito, tomar café y pagar, nos montamos en el camión dispuestos a reanudar el viaje. No arrancaba. Probó varias veces, pero el auto, no sé si harto de tan pretencioso piloto, se negaba a ponerse en marcha. Intenté no perder la poca calma que me quedaba pergeñando mentalmente un plan B para mi llegada a la ribera del Turia.
—Haz que arranque, Fulano, que me veo en el calabozo.
—No sé yo —me dijo— los vehículos Mercedes son tan sofisticados que no hay otra posibilidad de arranque que la suya propia.
En el surtidor estaban dos garruchones con un R-12, el que guiaba el carro, que seguramente era primo tercero de algún conductor de camión, movido por la solidaridad entre colegas de la rosca, puso a disposición de mi chófer unos cables de esos con pinzas para arranques de emergencia que llevaba en el maletero. Sólo faltaba otro camión.
A la media hora llegó el inefable solanero a bordo de su alicortado Pegaso y vi los cielos abiertos. Se interesó por el asunto y tras recibir la información pertinente puso el auto a la altura del muerto para conectar la baterías y desfibrilar al Mercedes. El volteriano se encargo de la conexión.
—¿Has puesto bien las pinzas? —dijo el auxiliador, que sujetaba los cables entre los dos camiones.
—A ver si te crees que soy tonto. —dijo el otro.
—Pues dale.
Sonó como un disparo del Gran Berta.
El tipo, en un alarde de sabiduría, conectó dos baterías del Pegaso a una del Mercedes que reventó. Los del R-12 salieron cómo alma que lleva el diablo, con chillido de ruedas incluido. Al solanero le pilló la explosión de lleno, mojándolo de ácido. Llevaba una cazadora, de un modelo que entonces se estilaba mucho, parecida al papel de fumar y de la que solo quedo la cremallera. Afortunadamente no sufrió quemaduras, pudiendo llevarme a mi destino.
Incómodo, pero tranquilo.