Revista Literatura

Campamento

Publicado el 27 octubre 2011 por Gasolinero

A resultas de que un primo hermano mío era subdirector de la Caja Rural, tuve la suerte de que mi papeleta saliese elegida en el sorteo para asistir a un campamento de tres semanas en Isla Cristina (Huelva), que promocionaba la entidad. Fue el año de 1976. En el que nació mi hermana pequeña, doce años después de que lo hiciese un servidor, buscada como soporte y compañía para la futura vejez de mis padres. Digo buscada pues un par de años antes mi madre tuvo un embarazo que no fructificó, abortando a los tres meses. Era común en aquella época hacer un guacho cincuentones, cómo alegría de la vejez, decían tan descarnadamente como apunto. Fue el día del Corpus de ese año y mi abuela quería que le pusiesen Cristina, por lo del santo del día; le gustaba mucho poner los nombres de acuerdo al santoral. El parto duro casi doce horas, mi madre estuvo afónica más de tres meses de tanto como sufrió, apretó y gritó. La nena nació con un antojo en la cara, la vi entre los brillantes objetos de acero inoxidable del paritorio, la lámpara y las batas verdes; todo ese aparato llamó más mi atención que el bulto que se movía entre trapos. Cuando regresaron a casa hubo muchas visitas, la mayoría llevaban pasteles. Una tarde me metí entre pecho y espalda dos docenas de esos dulces: estuve tres días malo.

Salimos de Tomelloso la tarde prevista en un flamante autobús, de una reputada y añeja empresa local. Grande, moderno y cómodo, no tenía aire acondicionado. Lo conducía el segundo hijo, un verdadero loco del volante y con una personalidad ciertamente particular. Hubo que recoger a los asistentes de varias poblaciones empezando por Socuellámos. Allí mismo estampó el autobús contra el toldo de una tienda, avisando de lo entretenido que sería el viaje. Acabado el carguío de campamenteros en Valdepeñas enfiló la general de Andalucía. Llevábamos todas las ventanillas abiertas, en una suerte de red que había sobre nuestras cabezas para el equipaje menudo, depositamos lo que pudimos, mayormente revistas y las bolsas de la merienda. El autobusero echando mano del micrófono ad-hoc que portaba el ómnibus, nos advirtió con intrincada dicción tomellosera:

—¡A ver! No dejéis na en la rede, que entra el aire por la ventanilla y lo chupa to.

—Que raro habláis en tu pueblo —me dijo uno de Alcázar que se sentaba detrás.

En ese punto me dormí, fundamentalmente para no alargar innecesariamente el futuro relato, que en aquel momento ya sabía que alguna vez haría, de aquella odisea. Desperté de día y pasada Sevilla, en los paneles publicitarios de la carretera había pintadas terribles hoces y martillos y caligrafiadas palabras atroces como comunismo, socialismo, democracia y libertad.

Arribados al campamento, nos esperaban quienes iban a ser nuestros cuidadores durante ese tiempo, un viejo jefe con un fino bigotito albo sobre el labio superior y unos cuantos mozos cargados de un espíritu que se agotaba. Entre bromas y veras fueron pasando los días. Playa, nudos, rastreos, fuegos de campamento y alguna que otra riña. Fue la primera vez que comí entero un plato de judías. Y de lentejas también, me gustaron. Recuerdo que había mosquitos como pterodáctilos, iba un tipo con boina que llevaba una máquina a lomos de un borrico y que esparcía unos polvos amarillos al aire. Algunas noches se oían disparos. Nuestros alegres monitores se clavaban todas las tardes, indefectiblemente, media docena de combinados de una ginebra que echaba el cantinero de una botella negra con un lord pintado en la etiqueta y Mirinda de limón.

El último domingo nos llevaron a Isla Cristina de paseo. Compramos regalos, tomamos helados, vimos el puerto, etcétera. Teníamos que estar a una hora determinada en un punto prefijado, seguramente la plaza del pueblo. Casi a la hora de irnos, un par de monitores llevaban a un campamentero del brazo. Iba llorando a lágrima viva, berreando y le habían puesto la camisa de uno de los cuidadores, le cubría las rodillas. Dijeron que lo llevaban a la casa de socorro. Después nos enteramos que el chiquillo estaba orinando en un bar, en ese momento empezaron los monitores a pitar con los silbatos y a dar voces, avisando que era hora de regresar, el chico se conoce que se puso nervioso y se pilló la flauta con la cremallera de la bragueta al subirla. Relataron que fue imposible abrir el cierre y que tuvieron que intervenir cortándole el pellejo. Todavía quedaban cuatro días para irnos. Durante ese tiempo nos referíamos al zagal como «el que se pilló la chorra».

Cuando llegué a casa, tras veintiún días fuera, me parecía otra.

www.youtube.com/watch?v=UTeXkHfWYVo


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