Revista Literatura

Canción de nazareno

Publicado el 13 abril 2016 por José Ángel Ordiz @jaordiz

EL GRISÚ (GAS METANO GENERADO EN LAS MINAS DE HULLA, EXPLOSIVO AL MEZCLARSE CON EL AIRE, LA MÍNIMA CHISPA O LLAMA DETONANTES SUFICIENTES PARA DESENCADENAR SU VIOLENCIA) REPRESENTABA EN EL PASADO UN PELIGRO INICIAL EN LAS EXPLOTACIONES QUE, TRAS UN PERIODO DE TIEMPO INACTIVAS, ERAN REABIERTAS.

SIN OTROS MEDIOS PARA DETECTAR EL POSIBLE GRISÚ AGAZAPADO EN LA OSCURIDAD, SE NECESITABA UN NAZARENO.

CANCIÓN DE NAZARENO

CUENTA UNA LEYENDA ASTURIANA...

Tea en mano, brazo en alto, dos sombras pisan, una hacia delante, la otra huyendo, sobre las húmedas traviesas de un carril comido por la herrumbre del abandono. Es un hombre sin edad, demasiado viejo para ser tan joven, quien avanza bajo un cielo teñido de galerna sin conocer el viento.

Ebrio de horas sin futuro, en su piel grabó el océano dentelladas de salitre e inquietud que se confunden con las cicatrices de anzuelos prendidos a la carne y arrancados con el filo de la navaja, las heridas amordazadas con el acero candente. La mar cuando la bonanza, el mar para el resto, le ensanchó la mirada -siempre el mismo horizonte, distinto siempre-, pero hoy mira sin ver.

Se hizo hombre en las aguas de las marejadas, y descubrió lo fácil que era creer en Dios cuando se temía y lo sencillo que resultaba perder la fe cuando eran seres queridos los que no regresaban: el mar, como la tierra, a veces un paraíso y a veces un cementerio.

Pero se había enamorado de su oficio. Después, según decían, vendría la costumbre; más tarde, la queja; y cuando los años se volvían contra uno con todo su peso y varaban al marinero en la costa, entre los aparejos, como atrapada entre las relingas -las redes preparadas para otros, el calafateo finalizado-, aparecía la melancolía, y en ella renacía el amor de juventud.

"La muerte no la mató"

Si le hubieran preguntado al Rufino qué murmuraba aquel hombre de ojos apagados y gran estatura, probablemente habría respondido que eso a él no le importaba; la tos, el hastío al levantarse y la pobreza al ocaso justificaban la actitud del Rufino.

Él, Rufino, conocía la antigua explotación minera mejor que nadie, por eso cobraría unos cuartos o se los darían a su esposa, y en aquellas galerías aún había carbón, sí, pero también había demasiada muerte. Si el gas no acababa con el nazareno, y tal vez con él mismo, tanto peor, porque entonces perecerían otros que sí tuvieran algo que perder: su hijo, su nieto...

El Rufino, mientras seguía al presidiario a una distancia prudencial que no existía en realidad, mientras le indicaba la nueva dirección que debía tomar, esgarraba y tosía de cuando en cuando y trataba de imaginarse cómo serían los océanos, las aguas que no se podían beber.

"No la mató la muerte, no"

A la vieja Encarnación todavía se le adivinaba en el rostro un relámpago de tristeza cuando acudían a su memoria imágenes del nieto, preso en un penal muy lejano de la costa.

Eduardo había sido marcado por la desgracia desde que el padre salió a faenar y el temporal que lo mató sólo devolvió a la playa unas tablas del barco para dejar constancia de su furia. Huérfanos al mismo tiempo, unidos el mismo día por el lazo amargo de las ausencias paternas, Eduardo y Luz Marina crecieron tan juntos, él palmo a palmo, ella mucho menos, que nunca hubo un noviazgo más anunciado en la aldea.

La vieja Encarnación esbozaba una mueca, eterna aprendiz de sonrisa, al recordar la imagen de Eduardo y de Luz Marina, su nieto con la palma de la mano sobre la cabeza de la chiquilla, tal era la diferencia de estatura que el transcurrir de los años acusaba entre ambos, tal era el empeño con que el muchacho cumplía la encomienda de cuidar de Luz Marina.

Más tarde, cuando Eduardo comenzó a faenar, vino la preocupación de Luz Marina por el rolar de los vientos, por el deambular de las nubes. Y vino también don Cipriano, y mostró su inquietud por las continuas carantoñas de la pareja; aunque los mozos tuvieran la intención de convertirse muy pronto en marido y mujer, el demonio permanecía ojo avizor para torcer los destinos.

Pero el diablo urdió un plan mejor que el temido por el cura y esperó a que Eduardo y Luz Marina se casaran para actuar por medio de Colás el tuerto, el hermano de Cosme el alcalde.

Cosme, de pequeño, había vaciado de una pedrada el ojo de Colás. Pero el accidente, lejos de separarlos, estableció un vínculo entre ambos; Cosme, desde entonces, fue el protector incondicional del hermano.

Como Colás cultivó todos los vicios, más de uno y más de una hubieron de transigir con su mal vino y sus peores calenturas en cuanto Cosme se instaló en el ayuntamiento.

Luz Marina, más hermosa que nunca tras el matrimonio, debió de entrarle a Colás por el ojo que le quedaba.

Eduardo, al final de una jornada, halló a su esposa bañada en su propia sangre, desnuda, agonizante en el suelo del dormitorio. Ensangrentada, sin ropas, la halló también su madre después de correr en dirección opuesta a la que siguió el yerno. Luz Marina apenas susurró un nombre a su madre antes de morir, el mismo nombre que pronunciaría cuando su marido tal vez la cobijó en sus brazos durante un instante.

Contaron que la navaja de Eduardo buscó el pecho de Colás. Pero su navaja no se hundió en el corazón del tuerto, sino en la espalda del alcalde: Cosme se interpuso entre el agresor y Colás en el momento preciso y con su vida acabó de pagar la deuda contraída con el hermano.

Así lo contaron cuantos lo vieron. Eduardo nada dijo; a nadie acusó, a nadie explicó su conducta.

Cuantos lo vieron también contaron que Eduardo persiguió a Colás hasta el faro chico del puerto, donde su nieto fue prendido por la justicia.

Suspiraba la vieja Encarnación.

"Que yo sé quiénes fueron"

El director del penal fijó la mirada en uno de los tejadillos del ala oeste. Las manos a la espalda, con la diestra sujetaba la copia donde figuraba rubricado su consentimiento.

Había sido don Salustiano quien le había pedido con urgencia un nazareno, un condenado que se prestara a jugar con la muerte en la mina a cambio de que su pena fuese conmutada, alguien con pocas probabilidades de reincidir en caso de salir con vida de la explotación que intentaban reabrir con la mayor brevedad. Entonces él había pensado inmediatamente en Eduardo González, el penado silencioso y cabizbajo que siempre se situaba, lejos de todos, en el mismo rincón del patio.

"El alcalde ya la pagó, pero aún la debe el tuerto. Si salgo de aquí con vida, para que la muerte me una a ella de nuevo, acabaré ajusticiado porque cobraré el adeudo"

(NADA MÁS CUENTA LA LEYENDA,

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CANCIÓN DE NAZARENO

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