Comencé a devorarlo.
Le había estado oliendo durante tiempo, apenas le había dado algún que otro lametón furtivo cual víbora cobarde. El juego fue largo pero al final obtuve mi recompensa. Tuve que mover mis fichas con la maestría suficiente para que cayera en mis redes y finalmente vencí.
Rocé el éxtasis cuando intentó acabar conmigo con decisión. Usó todas sus armas. Las que él creía que tenía, pero en realidad lo que estaba haciendo era lanzarse él solito a mis garras. Él no lo sabía. Yo sí y aguanté mi burlona sonrisa todo el tiempo que pude, hasta que el olor de esa carne palpitante me cegó de locura.
Hinqué mis dientes con vigor en su pecho desarmado y mi boca se llenó de inmediato del salado sabor de la sangre. Él no daba crédito al dolor que recorría su cuerpo. No entendía lo que estaba pasando. Yo sí.
Al principio se resistió. Siempre se resisten. Sin embargo la lucha y el movimiento hacen más apetecible cada bocado, cada sabrosa dentellada. El placer de sentir la boca repleta, una y otra vez, de jugosa carne sangrante.
Es mi alimento. Lo necesito. Sé que no es disculpa, y de hecho no quiero disculparme. Mi naturaleza es esa. Parasito con paciencia a quien me cae en suerte y espero el momento en el que está maduro para alimentarme hasta saciar ese hambre que oculta todas mis carencias. Me encanta todo el rito que culmina con un banquete apasionado y vibrante. El sabor, la brutal resistencia, los quejidos de dolor. El momento es intenso y todos los sentidos se excitan al máximo, te envuelven y te hacen volar hasta un paraíso carnal de difícil descripción para quién no lo ha experimentado. De hecho, lamenté profundamente el momento en que su vigor mermó hasta el punto de rendirse y sucumbir a mi empuje destructivo.
Al final terminé mi banquete, ahíto, pleno de carne, pero con una infinita sensación de vacío. Me invade una lacerante melancolía. No es el sopor que precede a una pesada digestión, sino más bien una angustia vital. Tanta espera, tantos planes, que culminan en un paroxismo de intenso placer que apenas dura un momento, tras el cual un frío intenso que brota de mis propias entrañas me envuelve y me invita a buscar otra víctima.
Miro desde la superioridad que da la victoria lo que antes fue una persona, y tras devorarle a dentelladas, ¿qué queda? Unos pocos despojos. Nada que pueda ser llamado persona. No me da pena, no me conmueve. Es más, creo que si se dejó devorar así por su propio orgullo quizás no sea tan humano como él creía. Quizás se mereciera perecer, como así fue, en las fauces del orgullo o quizás en las de cualquier otro de defecto de los que le sobrevolaban en círculos desde hacía tiempo. Pero me adelanté a todos ellos y estoy orgulloso de ello.