Todo lo que se interponía entre mi cansancio y yo, la resma de hojas en blanco de mi trabajo académico y las decenas de márgenes de libros anotados a lápiz, con una letra que era la mía pero que me estaba costando un infierno entender, aunque mayor infierno era la desgana, solo la gana de no hacer absolutamente nada, aunque eso tampoco resultase en absoluto satisfactorio: mirar aburrido hacia la hilera de luces en la noche, como la celebración de un nuevo año chino para una China mental y en blanco, el camino de hojas blancas como esperma de pájaro por el camino de los abedules, camino de la pizzería donde cenaría con ella, y no debería haberla llamado, no debería arruinar todo lo que ella también debe hacer, y que estaba haciendo. Ella me mordía la oreja y se reía. “Qué”, le dije yo. “Qué”, le decía. Y estaba todo oscuro, todo en silencio, regresaba el invierno, el invierno de pronto: todo el frío, y la lluvia. El cansancio, ¿lo ves?