Revista Literatura

Capítulo 9 - Sueños

Publicado el 19 septiembre 2010 por Descalzo
Capítulo 9 - Sueños

En el ataque decisivo contra el refugio de Erick el Rojo, se unieron dos monarquías y tres gobiernos que hasta el día anterior clamaban por separar de sus troncos a las cabezas coronadas. Por primera vez en la historia, los socialistas se aliaron a la nobleza y a la burguesía para combatir a La Inicua Fiera, como habían bautizado al ladrón los centros del poder europeo. La fuerza oscura desatada por Erick el Rojo, no sólo amenazaba el orden establecido, sino que las utopías defendidas por las nacientes fuerzas revolucionarias, corrían el riesgo de frustrarse y caer antes de coagularse en la realidad.

Unos años antes, el ataque de Bismarck a la Comuna de París estuvo dirigido contra un proyecto de sociedad que empezaba a formarse. En la Ciudad de las Descalzas, se aguardó a que el intento creciera, se afianzara y que las contradicciones internas lo llevaran al borde de la ruina. Por encima de la historia, la leyenda afirma que el comandante del operativo era un lector asiduo del Tao Te King, y en este caso aplicó la máxima de Lao Tse: “la mejor forma de derrotar un enemigo es fortaleciéndolo”.

Ante el quiebre de un imperio, basta un solo golpe para hacerlo caer, afirmaban con tono sentencioso y triunfal los generales encargados de la operación. Tarde advirtieron que habían subestimado la capacidad de enfrentamiento de los hombres de Erick el Rojo; no contaban con la inesperada resistencia y el ataque de los sacerdotes druidas; con el terrible fósforo blanco, estallando y arrasándolo todo.

…esa noche los fantasmas se convertirán en hombres y los hombres en fantasmas, afirmará enigmáticamente el manuscrito de Steiner al mencionar el ataque contra la Ciudad de las Descalzas. Rudolf atribuirá la frase a una fantasía sin conexión con la realidad, pero Steiner señalará que la profecía se vincula con la capacidad de los sacerdotes guerreros, principales puntales del imperio de Erick, para manifestarse y desaparecer, contando de ese modo con una clara ventaja estratégica.

La mítica celta, como la mayoría de las culturas del planeta, divide el universo en tres mundos: el cotidiano, de las cosas que podemos percibir y medir y que corresponde al imperio de la ciencia positiva. Le sigue un mundo intermedio, en concordancia con la psiquis y su universo de fenómenos, y finalmente un orbe espiritual, situado por encima de la imaginaria esfera de la luna.

Steiner dedica un capítulo al mundo psíquico y postula en su hipótesis que los guerreros habían obtenido de su herencia cultural, la capacidad de trasladarse a los mundos intermedios y así convertirse en invisibles e intangibles para el resto de los seres. “Hay en esta área, vórtices de vacío — afirma el biógrafo — y en medio de ellos, islas de estabilidad en las que el ocasional viajero puede encontrar refugio. En algunas de estas ínsulas se levantan montañas, es decir lugares elevados desde cuyas cumbres se pueden estudiar los sucesos con el objeto de alterarlos para que fluyan de otro modo”.

.

El raptor de Brenda la tomó de la cintura y cargándola en uno de sus hombros, marchó con ella. La joven intentó rebelarse y golpear la espalda del hombre, pero sus manos se hundieron en la tela negra que lo cubría, como si debajo de ella sólo hubiera aire. Al mirar hacia abajo, comprobó que la figura no tenía pies y se desplazaba a varios centímetros del suelo. Por debajo de la capucha que lo cubría, asomaba una mata de cabellos rubios y de su cuerpo llegaba un olor salado y penetrante. Por encima del miedo y la desesperación, el aroma trajo a Brenda imágenes de océanos, de barcos que se alejaban; de batallas en el mar en medio de días nublados.

Bajaron rápidamente por escaleras apenas iluminadas, hasta que los pasos alados del hombre se detuvieron. Antorchas de resina ubicadas en la pared, iluminaban una vieja celda, con jergones cubiertos de paja y argollas para sostener los grillos, amuradas a sólidas paredes de piedras grises que rezumaban agua negra de olor fétido. Brenda y Magdalena fueron arrojadas sobre montones de paja sucia.

¿Quiénes son ustedes…?

Los rostros de los captores siguieron ocultos en las capuchas; sin responder, les dieron la espalda y se marcharon. Cuando estuvieron solas, las mujeres se incorporaron acercándose a las escaleras. Al ascender un par de peldaños, vieron que se abrían tres arcos de bóveda. El del centro terminaba en una pared ciega, construida en piedra viva. La escala de la derecha daba a un muro cerrado, y la de la izquierda a una puerta hermética de acero con una pequeña mirilla a través de la cual podían ver las luces de las explosiones, escuchar los disparos y las órdenes lejanas de los oficiales. Se preguntaron con desconcierto cómo aquellas figuras habían podido cargarlas y atravesar esos gruesos muros para llegar hasta allí.

Volvieron a la celda y Magdalena se desplomó en el catre viejo y oxidado, cubierto de paja. Bajo la luz de la antorcha, su rostro se ensombreció y sus pies adquirieron un creciente color gris. Brenda se arrodilló y comprobó que la plantas de su amiga se habían vuelto duras y frágiles, como si fueran a disolverse en terrones. En la Cofradía de Mujeres Descalzas les habían enseñado que cuando los pies tenían ese aspecto, anunciaban una crisis total.

Magdalena, ¿qué te ocurre?

La posadera la miró con una sonrisa triste. Desde los primeros días en el refugio, había sido siempre el apoyo de Brenda. Su ánimo no había decaído ni aún en los momentos difíciles. La muchacha acarició su cabeza y al retirar la mano, advirtió que en sus dedos habían quedado mechones resecos. .

Todo se va a solucionar — murmuró sin convicción — podremos salir de aquí…

No, Brenda — Magdalena jadeaba y su voz era débil — no podremos salir; nos equivocamos al escapar del ejército. Allí tendríamos una posibilidad de sobrevivir, pero ahora estamos en el fondo de la tierra; en algún momento se acabará el aire y moriremos. Nadie sabe que estamos aquí, nadie se preocupará de nosotros.

La posadera calló.

Magdalena, eres tú la que debe desaparecer.

Sin esperar la respuesta de la mujer, Brenda se separó de ella y colocándose de espaldas en el suelo, apoyó los flancos de los pies en las caderas de su amiga. De las rodillas, la fuerza llegó rápidamente a sus pies y escapó en rayos calientes por un punto cercano a los tobillos. Cuando la luz atravesó el cuerpo, Magdalena levantó la cabeza y lanzó una inexplicable carcajada. Al desaparecer, dejó sobre la paja la huella de su cuerpo.

Aquella noche de principios de siglo XX, el esposo de Brenda a través de uno de sus empleados, enviará un mensaje a su esposa y a su invitada: no podrá regresar a la casa por impostergables compromisos y rogará a ambas mujeres que disfruten de una deliciosa cena y una velada de calma y grata conversación.

Brenda y Terencia utilizarán el nuevo invento llamado fonógrafo y si bien los criados habrán preparado una habitación con dos camas, luciendo acolchados de brocato y bacinillas de oro, ellas se recostarán en la alfombra y acunadas por el sonido turbulento y lejano de los violines, se quedarán dormidas.

Entrenada por los discípulos directos de Mésmer, Terencia había aprendido a mantener la lucidez en los sueños, pero aquella noche el mundo onírico la rodeará con una ilusión tan espesa que no podrá discernir la realidad. Será la amante del criado negro y descalzo que preparara la cama y que estuviera junto a ellas en la cena; loca de deseo, sentirá el aliento del hombre sobre su cuello, los labios calientes recorriéndola y se entregará mientras una parte de sí indagará mirando al cielo el por qué de la existencia, del mundo y del dolor.

Quizá por su unión con el sirviente, la prohibición de Brenda de usar zapatos también se aplicará a ella y llegará con los pies desnudos a la casa de los criados En el sueño, sentirá con nitidez los aromas; la traspiración de los mozos, la hediondez del agua, los orines y sobretodo el aguardiente cuyo aroma escapará de los envases clandestinos que correrán de mano en mano.

Los criados se habrán reunido en el salón central, alrededor de una máquina de fotografías y alguien susurrará en el oído de Terencia que las exposiciones podrían aprisionar su alma y dejarla sin fuerza. Una mano desconocida, señalará sobre un montón de paja, el cuerpo de una joven desnuda, inerte, blanca como si no tuviera sangre. Su rostro parecerá una máscara y por los mechones deshilachados de su pelo, se podrá deducir que alguna vez fue rubia. En medio de carcajadas, el criado negro, tomará con facilidad el cuerpo, lo arrojará al aire y todos aplaudirán cuando descienda planeando como una leve hoja. El negro lo soplará para que vuele sobre la cabeza de los concurrentes que también reirán a carcajadas.

Alguien repetirá en el oído de Terencia que, de tomarse una foto con aquella cámara, ella también se convertiría en una sombra; en una fina hoja que el viento no tardaría en arrastrar. A pesar de esta advertencia, la amiga de Brenda anunciará en voz alta su deseo de posar y todos le abrirán paso al fondo del salón donde se apoyará contra una amplia pared blanca. Su propio amante se colocará detrás del objetivo y todos callarán; el lugar se llenará de miradas inmóviles, atentas a su agonía y su muerte; a que su cuerpo se convierta en una delgada lámina para jugar con ella.

Terencia posará inmóvil y se verá a sí misma, pálida, con un vestido blanco, los cabellos recogidos en un grueso rodete y los pies desnudos sobre la rugosa y fría textura de las piedras. Susurrando entre ellos casi lascivamente, la contemplarán los mozos de las caballerizas, las mujeres de gruesos brazos, capaces de trabajar a la par de los hombres y los mayordomos con libreas abiertas y camisas sueltas. Ella devolverá las miradas con la cabeza alta y un gesto de dignidad. Posará durante mucho tiempo. El ojo de la máquina permanecerá abierto, fijo en ella, hasta que un súbito estallido de magnesio indicará que la foto ha sido tomada. De la multitud surgirá un suspiro de alivio y los criados conversarán entre ellos. De inmediato, sin transición, Terencia se encontrará frente a Brenda y escuchará sus propias palabras “¿Qué hacemos dos mujeres solas en esta inmensa casa, tú contándome aventuras imaginarias y yo esperando que algo dé sentido a mi vida?.. ¿Qué hacemos las dos solas, Brenda, ocupándonos de detalles superfluos, abandonando lo importante de la existencia para que luego nos barra el viento del tiempo?.

Su amiga la despertará a media mañana para avisarle que los criados traerán el desayuno; el suave sol del invierno entrará por la ventana del parque.

Brenda había enviado a Magdalena a aquel medio lleno de brumas, cuya llave estaba en sus pies. En aquel año pudo comprobar que con las desapariciones, el cuerpo caía en un letargo donde las funciones se reducían al mínimo y el mundo se vivía como un largo desierto.

Sola en la celda, Brenda sintió un súbito cansancio y venciendo el rechazo al hedor que llegaba de la paja, se sentó en el precario catre y se acurrucó contra una de las paredes. Una semipenumbra amarilla y tenue llenaba el lugar y a través de la mirilla de la puerta, llegaba el rumor lejano de la lucha .

La muchacha puso sus pies uno junto al otro y frotó sus plantas, deteniéndose en la almohadilla y en los dedos. Pasados unos minutos, al sentir un calor reconfortante, se detuvo e inició nuevamente el masaje. Se lo había enseñado Magdalena como parte de los rituales de la Cofradía de Mujeres Descalzas y en los últimos tiempos, ante la conducta de Erick y el clima de traición y muerte que llenaba el refugio, había recurrido a esta práctica para encontrar consuelo. Al rato de frotar los pies entre sí, un calor agradable y una suave luz recorrieron los arcos, subieron por sus piernas y llegaron al bajo vientre; disminuyó el dolor y la llenó una sensación reconfortante por encima de la incertidumbre, el hambre y el cansancio.

Se levantó, caminó hasta la puerta y espió por la mirilla. Los estallidos de las barcazas se repetían, aunque más espaciados. Podía ver el resplandor del fuego y escuchar de vez en cuando disparos aislados.

Recordó una fiesta en su honor el día en que había cumplido los dieciséis años. Desde niña había rechazado la frivolidad de las celebraciones, pero su madre y las criadas alegaron que debía asistir: la celebración estaba organizada por su tío, el duque, y no podía desairarlo.

Durante semanas la servidumbre había recogido hierbas de San Juan que crecían en un campo vecino. Al hacerlas hervir en grandes ollas de hierro, se obtenía un tinte rojo que en esa oportunidad sirvió para cubrir el tono crudo del vestido que Brenda debía usar aquella noche. Un par de años antes, cuando la muchacha había cumplido catorce, utilizaba esa misma hierba en forma de infusión para tratar los síntomas de una depresión juvenil. Ahora le había dado un majestuoso color a la prenda, larga hasta sus pies y cruzada a la altura del pecho por una banda negra.

Cuando faltaba una hora para la llegada del carruaje que debía conducirla a la fiesta, las criadas la ayudaron a vestirlo. Su hermana, menor le sugirió en broma que si se aburría, podía chupar la tela para embriagarse del suave bienestar que le producía el extracto de la hierba.

Aquella noche, Brenda bailó algunas piezas con un joven de apariencia tímida; del cúmulo de hombres que reclamaban su atención, no era el más elegante ni el más atractivo, pero la divirtió que hubiera mirado durante más de una hora sus pies, enfundados en los zapatos que su familia encargara a una famosa casa de París. La muchacha nunca había sido hábil para la danza y al terminar la segunda pieza, tropezó y se torció un tobillo. Dejó que su acompañante la sostuviera del talle y la llevara a la cocina donde los criados se concentraban en la preparación de los entremeses. Aceptó por parte del joven el ofrecimiento de examinar la lesión, se sentó en una silla y adelantó el pie, mientras su compañero se arrodillaba junto a ella. Con manos temblorosas le quitó el zapato y apenas tuvo en las manos la delicada planta, su cuerpo se agitó y levantó la cara; estaba rojo y una vena latía con fuerza en su frente.

Puede besarlo — musitó Brenda y nunca olvidaría la expresión de agradecimiento del muchacho ni la larga presión de los labios húmedos en su empeine.

Antes de la fiesta, un par de criadas se habían demorado horas en lavar sus pies con agua tibia, sumergirlos en sales relajantes, cubrirlos de ungüentos suavizantes y cortar artísticamente las uñas. Ahora el barro formaba complicados dibujos en talones y empeines; la tierra se había acumulado debajo de sus uñas y en el izquierdo tenía una profunda herida con forma de pájaro que hacía poco dejara de sangrar. La muchacha se preguntó si aquel joven que había caído en un éxtasis sensual al tener su planta en las manos, reaccionaría de la misma forma al verlas resecas, sucias y llenas de sangre coagulada. También hubiera deseado saber si ella misma, luego de vivir un año en la Ciudad de las Descalzas junto a Erick el Rojo, de aprender a cabalgar sin montura y tener los gustos de los hombres, podría ser atractiva para alguno de aquellos burgueses, empeñados en imitar los gustos de la nobleza.

Cerró los ojos y dejó de pensar. Aún faltaba para el amanecer y los disparos y los gritos se habían espaciado. Debía descansar y esperar el día. Volvió a la celda, se tendió sobre el catre y soñó vagamente con el joven que aquella noche besara sus empeines.

Al despertar los ruidos no se escuchaban; alguien había llegado mientras dormía dejando un frascolleno de agua y un plato ya frío con una polenta espesa. Recordó que aquel era el menú ascético de los sacerdotes celtas en la Ciudad de las Descalzas. Lo probó; no tenía sal y sabía lejanamente a grasa de cordero. Bebió largamente un sorbo de agua y volvió a dormirse.

Cuando abrió los ojos, sintió que alguien estaba junto a ella. Se incorporó y vio la silueta de Magdalena. En silencio, la miraba fijamente, con los hombros encogidos y los ojos brillantes. Su boca se torcía en un gesto extraño y los pies que asomaban por debajo de su falda estaban rojos, hinchados, brillantes y latían como prontos a estallar.

Magdalena ¿Por qué volviste? Podías haber esperado…

Brenda se acercó a la posadera e intentó abrazarla, pero la mujer la apartó con un ademán enérgico.

¿Qué te ocurre?

Su amiga encogió los hombros, de modo que su cabeza apenas asomó entre ellos. Tenía las pupilas dilatadas, respiraba agitadamente y su pecho se hundía hacia adentro cuando soltaba el aire. Brenda sabía que aquellos pies rojos indicaban furia, odio paralizante, locura; se arrodilló junto a ella

Soy tu amiga, te quiero. Debo saber qué pasa.

La mujer se volvió y la miró fijamente; debajo de los párpados abotagados, los ojos se veían pequeños, lejanos. .

¡Mataste a Erick! — exclamó — su cuerpo está flotando entre la luna y la tierra y el cadáver le grita a todos que eres la asesina.


Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revistas