17 de mayo de 2010
-No tienes por qué hacerlo –dijo Robert dando un trago de su cerveza. Melissa tendía la colada en el jardín trasero de la que había sido la casa de Claire Shore-. Quiero decir, no estás obligada a adoptar mi apellido. Eres una mujer libre.-Lo sé –dijo Melissa dando unos golpecitos a la sábana blanca que ondulaba pesadamente al son de la brisa matinal-. Pero tú también sabes que el hecho de llamarme Brigham sería una especie de… –Melissa frunció el ceño, intentando ordenar las palabras dentro de su cabeza-… ¡Alivio! ¡Sí, eso es! Alivio.-Está bien, pues no se hable más –dio otro sorbo a su cerveza y la dejó en la mesilla redonda de mármol. La sombra que ofrecía el amplio porche de láminas de madera blancas era todo un remedio contra el sol. Aquel año las temperaturas habían subido escandalosamente, y parecía mentira que sólo dos meses atrás estuvieran durmiendo con el edredón. Robert miró a su prometida con aire travieso, y ella, como si tuviese ojos en la nuca, se giró para contemplarlo con una ceja alzada.-¿Qué pasa? –preguntó con curiosidad.-¿Estás preparada? En agosto seremos marido y mujer. Los Brigham. Da un poco de vértigo, ¿verdad?-Estoy completamente preparada. Y me siento tan feliz que hayas aceptado pasar unos días aquí. Te quiero, Robert –era la segunda vez en todo lo que llevaban de relación que Melissa le dedicaba un te quiero. Robert quedó petrificado, pero viendo la aparente inseguridad que aquello generaba en Melissa, se levantó y caminó hacia ella hasta que puso sus manos en su esbelta cadera..-Yo también te quiero, Mel –entonces hundió sus labios en los de ella, y pronto se produjo el éxtasis.
Una hora más tarde, Melissa y Robert yacían tumbados entre las sábanas que aún no se habían tendido. El contacto del aire puro con sus cuerpos desnudos era delicioso, y Melissa agradeció vivir tan separada de sus vecinos. De hecho, casi podía bañarse en el río Clyde sin preocuparse de tener la comida en el horno, puesto que en un par de minutos llegaría a casa.
Con el cuerpo perlado de sudor, Melissa volvió a mirar a su prometido y le dedicó una sonrisa tan sincera como extraña. Robert estaba acostumbrado a un rostro sombrío y sin vida, y después de tantas demostraciones de afecto no sabía a qué atenerse.Pero, de todos modos, aquello le agradaba.
4 de junio de 2010
Aquella mañana el calor era denso, casi pegajoso, pero aun así el cielo encapotado escupió una llovizna ligera que por lo menos refrescaba los cuerpos resentidos.Melissa había olvidado su paraguas granate en casa, pero no le importaba.Su suegra, en cambio, llevaba su paraguas negro cubriéndole la cabeza, y a causa de su forma abombada, casi no se le podían ver los ojos.
Audrey Brigham era una mujer de un metro sesenta y dos centímetros con un extravagante peinado inspirado en los cincuenta de color rojo apagado. Siempre tenía unas pestañas maquilladas larguísimas y sus labios rojos siempre estaban cerrados en una mueca algo desagradable -que en realidad no desentonaba con su soberbio semblante-. Parecía la típica señora desalmada a la que no le importaría pasar por encima de un mendigo sin antes echarle si quiera una mirada de compasión.Pero, después de todo, había insistido tanto que Melissa no tuvo otra alternativa.
Audrey y Melissa bajaron del coche y caminaron unos cuantos minutos hasta que llegaron a Bath Street, en pleno centro de Glasgow.Las calles eran muy bohemias, y Melissa pensó que sería el sitio idóneo para hacer sus compras.No quería que, por culpa de estar en una calle de renombre, los paparazzis se le tirasen encima.Aquello ya había ocurrido, pensó Melissa, una tarde de verano, en el museo de Glasgow. Fue Robert quien consiguió apartar finalmente a los periodistas, protegiendo así a su mujer.
-Aquí es, querida –dijo Audrey observando el cartel de la tienda en cuya superficie se podía leer: Berketex Bride.-Entremos –continuó Melissa.
Una vez dentro el tiempo parecía haberse comprimido. No existía un presente, y quizá tampoco un futuro.Fue en aquel preciso momento cuando Melissa deseó tener al menos una amiga con la que poder ir a aquel tipo de sitios. Puesto que cuando Audrey se enteró que Melissa acudiría sola a una tienda de novias se escandalizó tanto que Melissa tuvo que claudicar y permitir su intromisión.
Melissa estaba sentada en una butaca blanca de tacto aterciopelado mientras la luz de un día lluvioso remarcaba aún más su tez pálida.Audrey, en cambio, caminaba de aquí para allá acompañada de la estilista, Alexandra, parloteando entre ellas como si de cotorras se tratara.
Finalmente, tras varios minutos en la penumbra de la soledad, Audrey se acercó a Melissa con un pedazo de tela enorme de color blanco entre los brazos.Su rostro estaba iluminado, casi sereno.Aquello extrañó a Melissa.
-Pruébate este –dijo Audrey ofreciéndole el vestido-. Estarás preciosa. Mi pequeño Robert –Melissa odiaba cuando se refería a su prometido como su pequeño. Él mismo lo odiaba- estará encantado de casarse con una novia tan bonita.-No es algo… ¿pomposo? –dijo Melissa observando el vestido con recelo y sujetando un trozo de tela como si estuviese impregnado de grasa o algo peor-. No sé, yo me conformaría con algo más sencillo –en aquel momento la mirada de Audrey se endureció.-Si no recuerdo mal quisiste pagar tú el vestido, así que esto es lo más bonito dentro de tus posibilidades. Si me dejaras…-Ya hemos hablado de esto –atajó Melissa interrumpiendo a Audrey-. Nadie va a pagarme nada.
Con aire de resignación, Melissa cogió el vestido y entró en el cambiador. Una vez dentro pudo oír como su suegra susurraba algo como siendo la desheredada, es lógico que…Melissa cerró los ojos con fuerza y soltó un suspiro que se prolongó durante unos cuantos segundos. Aprendió a relajarse y controlar su ira desde las innumerables palizas que le había dado su padre.Un día había descubierto que rebelarse era incluso peor que desobedecer, puesto que Arthur arremetía con su peor arma: el látigo de cuero. Y después venía el encarcelamiento rudimentario de tres días en su habitación, tal y como lo había descrito Miranda.Aquello le recordó una noche invernal en Casa Lawrence. Ella tenía siete años y su cabello era tan largo y oscuro que la gente la llamaba, a espaldas de sus padres, Morticia.La niña estaba sentada en la larga mesa de madera blanca. Unos cuantos metros por delante estaba sentado Arthur y más a la derecha cenaba en silencio Miranda Lawrence.Las cenas en su casa siempre habían sido silenciosas, tensas y con ese toque eléctrico que caracterizaba al ambiente.Y siempre, siempre, estallaba.El motivo de aquella noche hizo que el estallido fuese más grande, cruel y doloroso que nunca, y aún teniendo siete años Melissa lo recordaría durante toda su vida.Todo comenzó cuando la pequeña Melissa Lawrence se quedó observando en silencio el plato de sopa de pescado. No le apetecía nada comérselo. En su lugar quería arrojar el plato, subir a la habitación y estudiar aquella extraña carta que había encontrado dentro de su taquilla, en el colegio. Era alargada, con el dorso negro y encima de éste había unos extraños símbolos. En la otra cara había dibujada una luna y dos perros aullando.-¿Se puede saber a qué estás esperando, jovencita? -preguntó Arthur con impaciencia mientras aferraba con fuerza su cuchara. Melissa alzó la vista con timidez y comprimió los labios sin decir nada-. Te he hecho una pregunta. ¡Contesta!-Arthur, querido -intervino Miranda-. Sabes que a nuestra pequeña le cuesta entender las cosas. Nos salió mal, no seas tan duro.-Nuestra hija es una deshonra. ¡Es una vergüenza para los Lawrence! ¿Y tú pretendes llevar la empresa familiar cuando seas mayor? -le espetó Arthur a su hija. Melissa agachó aún más el rostro para no ver la crueldad en los ojos de Arthur.-Vamos, Arthur... Melissa -dijo su madre con el mismo tono frío y distante-, cómete esa sopa y desaparece.-Pero, mamá, sabes que odio la sopa de pescado...-¿Odias? -exclamó Arthur-. ¿Tú odias? Tú no conoces el odio. No tienes ni idea de lo que es el odio. Eres una niña consentida y estúpida que nos deja en ridículo delante de la prensa. Eres un error de cálculo, eres una vergüenza.Y así Arthur continuó soltando perlas por la boca mientras la ira le iba consumiendo. Cuando no pudo contenerse se levantó de la mesa, agarró a Melissa por el pelo y la arrastró varios metros hasta darle unos diez latigazos con el cinturón. Después la arrojó a los pies de la escalera donde Melissa yació temblando aterrorizada y le obligó a subir a su habitación.Mientras tanto Miranda sorbía con delicadeza su consomé y cortaba un poco de pan para comer. Su rostro sereno desentonaba con la cara de horror de su hija.
Cuando Melissa salió del probador, con la estilista parloteando algo que no entendía y cogiendo algunos remaches del vestido, el rostro de Audrey volvió a iluminarse. Tenía las manos unidas a la altura de la barbilla y sus ojos brillaban.-¿Lo ves, querida? Estás fantástica; espléndida. Nadie diría que vives en ese cuchitril de Carmyle. Oh, a ver –Audrey hizo un gesto con la mano-, date la vuelta para que te vea mejor –Melissa puso los ojos en blanco y giró sobre sí misma sin poner resistencia-. Maravillosa, espléndida, preciosa. Robert estará divino al lado de un vestido tan precioso.
Las pequeñas puyas que Audrey lanzaba habían sido dolorosas los primeros tres meses. Después aprendió a ignorarla como hizo con sus propios padres.Además, desde la muerte de Ethan Brigham, el marido de Audrey, la mujer se había vuelto aún más inaguantable.Ahora, ella era la mandamás de una empresa de transportes que trabajaba en Inglaterra y en Holanda.Era la mandamás, pero no tenía ni idea de cómo llevar una empresa. Así fue como sus hijos, Robert y Mark Brigham se ocuparon del equipo directivo, y aunque Audrey era el rostro famoso, ellos eran los engranajes que hacían funcionar la empresa.
15 de agosto de 2010
Gracias al apoyo de su prometido, Melissa pudo disfrutar de una boda civil. Desde muy pequeña había tenido claras sus tendencias espirituales, y la religión católica no formaba parte de su vida.Gracias a Dios, su prometido también era ateo.Aquello había disgustado, una vez más a Audrey, que desaprobaba cualquier tipo de matrimonio por lo civil. Ella decía que aquello era para enfermos y degenerados, como los homosexuales.Más de una vez Robert había discutido con ella por aquel motivo, pero Audrey tenía la capacidad de hacer oídos sordos y regresar a su mundo de rectitud, orden y pulcritud en el que nada era imperfecto. Su infancia en Londres había sido dura, siendo una de las niñas más influyentes de la ciudad, puesto que debía tener unos modales exquisitos.
Los juzgados de Carmyle eran un lugar regio, de altos muros empapelados y un atril de madera de nogal tan barnizado que era la pieza más brillante de la sala.Los invitados estaban llegando y cogían sitio. Las primeras filas se llenaron en seguida. En ellas se sentaron Audrey Brigham -que no dejaba de lanzar miradas de desaprobación a su alrededor-, las tías de Robert; Mary Louise Brigham y Cynthia Draiman.
Robert esperaba de pie conversando con el alcalde de Carmyle, Peter Andrews, un hombre bajito y enjuto que asentía de vez en cuando y mostraba una sonrisa blanca perfecta.La puerta se abrió, y Robert miró por encima del hombro. No era Melissa, pero su sorpresa no cambió. Allí, de la mano de una hermosa mujer, apareció la silueta de Mark Brigham. Robert sonrió y alzó las cejas.
Aquello era todo un hito, puesto que Mark era el eterno soltero. La mujer en cuestión era una hermosa joven de unos veintipocos con larga cabellera lisa de un color negro brillante, pero no tan azabache como el de su futura esposa.Sus ojos eran de color esmeralda, y quedaban resaltados por unas espesas pestañas maquilladas.Instintivamente, los ojos de Robert recorrieron su figura, vislumbrando un precioso vestido escueto rojo ceñido a sus exuberantes curvas. Incluso descubrió que tenía un pecho realmente generoso.Sus pies se estilizaban dentro de unos zapatos rojos de unos doce centímetros de tacón, pero aun así le faltaba unos pocos centímetros para sobrepasar a Mark Brigham.
Mark y la mujer se acercaron al atril, y Peter Andrews se retiró disimuladamente para hojear algunos papeles.Mark caminaba sonriente, pues el rostro asombrado de su hermano era algo que no podía dejar de mirar.
-Vaya, vaya, hermanito –dijo Robert asintiendo-. Quién lo iba a decir –la chica soltó una risilla de campanas y Robert pudo ver que detrás de aquellos gruesos labios rojos existía una dentadura perfecta.-Así es –respondió Mark sonriendo-. Te presento a Grace Davies. Trabaja en el departamento de recursos humanos de nuestra empresa, pero nunca antes la había visto. ¿Tú sí? –Robert negó con la cabeza.-¿Vives en Carmyle? –preguntó Robert.-La verdad es que nací en Carmyle, pero actualmente vivo en un apartamento en Glasgow. No me puedo quejar, tengo las oficinas de recursos humanos a dos estaciones de metro.-¡Eso es vida! –exclamó Mark riendo.-No te quejes, Mark –contestó Robert-. Tú vives en Bearsden, a pocos metros del campo de golf Douglas Park –Mark fulminó a su hermano con la mirada y ambos estallaron en risas. Grace se unió.
Más invitados habían llegado, y la sala ya contaba con unas treinta personas. Tanto Robert como Melissa habían querido que la boda fuese algo íntimo, con pocas personas. Melissa sabía, por descontado, que nadie acudiría con el apellido Lawrence. No tenía tíos directos, primos o hermanos que estuviesen interesados en ella. Sólo recordaba unos tíos segundos por parte de padre que actualmente vivían en un pequeño pueblo pesquero al norte de Holanda.
Unos minutos después, cuando Mark Brigham y Grace Davies habían tomado asiento, cerca de Audrey y sus tías, la puerta de madera se abrió de par en par, y ante ellos apareció la pálida silueta de la novia. Nadie la acompañada al altar, y su mirada parecía ignorar las demás presencias. Sólo tenía ojos para Robert. Él le sonrió tímidamente.