Las semanas transcurridas desde la muerte de Helena habían sido un suplicio. Había puesto la casa en venta y se había mudado a su apartamento de soltero, donde sólo necesitaba una niñera para Alexander y una chica que viniese a hacer las labores domésticas mientras él trabajaba. No le agradaba dejar al niño después de lo sucedido, pero tenía que trabajar. Era eso o ceder a la tentativa de su padre de dirigir uno de sus hoteles. Pero no quería depender de ellos, nunca le había gustado hacerlo. Y mucho menos necesitarlos. Las cosas no estaban yendo demasiado bien: sus suegros amenazaban con quitarle a su hijo, sus padres insistían en que se mudase con ellos alegando que un hombre solo no podía educar a un niño, y mucho menos tras semejante trauma, dos de las amigas de Helena lo perseguían sin respetar el período de luto y, por si fuese poco, su mejor amigo, Kostas Zisis, había tenido que viajar a Rusia por trabajo, no podía llamar a Colin a causa de los celos de su pareja y se sentía terriblemente solo. Y todo eso se agravaba ahora con la idea de un viaje de trabajo que flotaba en el aire. Él no quería viajar, no quería dejar a su hijo. Quería quedarse en su casa, con él. Michalis, su jefe, había insinuado que sería despedido si no aceptaba y eso a pesar de su reputación y la calidad de su trabajo. Claro que, en los tiempos que corrían, eso importaba más bien poco. Y a él tampoco le importaba demasiado, porque no pensaba viajar a ningún lugar. Al menos no sin su hijo. Si lo despedían… bueno, si lo despedían no se moriría de hambre. Tenía dinero propio y podía vivir de las ventas de sus fotografías. Era bueno y sabía bien cómo llegar a los compradores. De hecho, desde que se había producido lo que la prensa denominaba “la tragedia de los Chrysomallis”, el precio de sus trabajos se había multiplicado. Una de sus fotografías había alcanzado el escalofriante valor de veinte mil dólares. Si alguien era tan extravagante como para gastar su dinero de ese modo, él no sería quien protestase. Aquella mañana, se había enterado de que se rumoreaba que Helena se había suicidado después de descubrirlo en la cama con un hombre. Lo había leído en un blog que no tenía ninguna credibilidad, pero cuyo artículo había alcanzado la friolera de ciento cincuenta comentarios en menos de una hora. Había estado tentado de dejar un comentario también, diciendo que eran unos carroñeros y que lo dejasen en paz, pero no lo hizo. Tampoco leyó los comentarios. Aquel artículo malintencionado lo había lastimado profundamente. Así que se había prometido no tocar internet nunca más. Al menos no entraría ni por curiosidad en los lugares en los que se mencionase su nombre y su apellido.Suspiró. Anastasios Chrysomallis. Sakis para los amigos. Padre de un niño de un año y medio de edad, fotógrafo e ilustrador de gran reputación, único heredero del imperio Chrysomallis, rozando la cuarentena, viudo, homosexual, sin vida sexual y con una vida social haciendo aguas. Miró la alianza de oro que no se había quitado, porque a pesar de todo, Helena había sido su esposa. Y, para bien o para mal, la madre de su único y muy amado hijo. No, no eliminaría el recuerdo de su esposa, porque él había sido el culpable de lo que le había sucedido, porque debería haber visto los signos de locura de Helena, porque había estado tan absorto en su profesión y tan ocupado con su hijo, que se había olvidado de la mujer que estaba a su lado. Loca. No le gustaba aquella palabra. Ni siquiera podía asociarla a la mujer a la que había querido. Porque la había querido, sí. No como a ella le habría gustado, pero lo había hecho. Y había disfrutado de cada momento pasado con ella durante el embarazo. La había admirado por traer al mundo a Alexander. Y también había pensado que, tras el nacimiento del pequeño, su obsesión por él se esfumaría. Suspiró de nuevo. Se había equivocado… otra vez. No sólo no se había esfumado, sino que se había mostrado especialmente posesiva, intentando apartarlo del niño.Se frotó la cara con las manos y cerró los ojos. La casa estaba en silencio. Había bañado a su hijo y le había dado la cena. Ahora dormía plácidamente, ajeno al mundo. Se había recuperado sorprendentemente bien, aunque no había sonreído ni una sola vez desde que había salido del hospital. Pasaba el máximo tiempo posible con él, renunciando incluso al almuerzo la mayor parte de los días sólo por ir a verlo. Ni siquiera iba al gimnasio por estar con él. Kostas le había dicho (no sin razón) que debía darle espacio al niño, que lo estaba atosigando. Pero no podía evitarlo. Amaba a su hijo con todo su corazón y tenía miedo de perderlo. No era tan extraño, puesto que había estado a punto de suceder. El teléfono vibró en su bolsillo y lo cogió con desgana, pero al ver el nombre de quien llamaba en la pantalla, sonrió. Había estado esperando aquella llamada y se sentía feliz de haberla recibido.- ¡Hola! – Exclamó antes de que su amigo hablase.- Buenas noches. – La voz de Kostas sonaba dulce y suave, como siempre. El corazón de Sakis se llenó de calidez - ¿Cómo te encuentras hoy?- Bien. Acabo de acostar a Alex.- ¿Y cómo está él?- Bien… bien… ¿Cómo estás tú? - Agotado. – Escuchó su suave risa a través del teléfono – Me han obligado a posar durante horas medio desnudo en el centro de Moscú y hace un frío de mil demonios.Sakis se lo imaginó fingiendo un estremecimiento y sonrió.- Los fotógrafos somos muy imaginativos. – Dijo en tono de broma.- Ya… Este fotógrafo además es bastante pervertido.- ¿Ah, sí? - Frunció el ceño - ¿Qué ha sucedido?- Nada importante. Lo de siempre, ya sabes.Lo sabía. Kostas levantaba pasiones. No sólo era un buen modelo, sino que tenía una presencia envidiable. No era guapo, ni poseía una belleza arrebatadora y, de no haber tenido un cuerpo casi perfecto, sin duda habría pasado desapercibido. Pero posaba muy bien, la cámara lo adoraba, lucía la ropa como pocos y los diseñadores se lo rifaban. Él mismo había quedado prendado de él hacía dos años, cuando lo había fotografiado en París. Se habían entendido bien, ambos eran griegos y el idioma los había ayudado a entablar una suerte de amistad que Sakis agradecía cada día. Nunca habían hablado de la sexualidad de Sakis, porque él prefería ser discreto por respeto a Helena y a su familia, pero Kostas nunca le había ocultado su homosexualidad. Anastasios no se había sentido tentado de meterse en su cama, pero sabía que sería bien recibido. También sabía que Kostas tenía dudas sobre su sexualidad, pero que no se atrevía a preguntarle por temor a equivocarse. Y se lo agradecía profundamente, porque no estaba seguro de querer hablar de eso con nadie, por mucho aprecio que le tuviese. Ni siquiera sabía nada de Colin, a pesar de lo mucho que el irlandés había representado en su vida. - ¿Y cómo te las has arreglado para librarte?Kostas siempre conseguía zafarse de sus pretendientes y mantenía una vida sexual más bien discreta a pesar de que podría tener a un hombre distinto en su cama cada noche. Sakis no recordaba un solo momento en que hubiese prestado atención a otros hombres. Se sabía admirado y adorado, pero no le interesaba aprovecharse de eso. Solía ser imaginativo cuando se trataba de librarse de algunos demasiado insistentes.Escuchó un bufido y luego una risita.- Le dije que tengo ladillas.El tono pícaro y absolutamente desenfadado de su amigo lo hizo reír y el modelo lo secundó. Anastasios supuso que ninguno de sus trucos habituales había funcionado.- ¿Cuándo vuelves?- No lo sé. Mañana o pasado mañana, supongo. ¿Irás a Mykonos?El día anterior le había comentado su intención de pasar el fin de semana en la isla. Había pedido los días de vacaciones que le quedaban y se los habían concedido por el momento tan duro que había pasado. En realidad creía que más bien querían librarse de él porque se estaba mostrando bastante insoportable, pero le daba igual.- Sí. Salimos mañana por la mañana. También le había dicho que llevaría al niño con él. Aunque aquello había sido del todo innecesario: todos sabían que no se separaría del pequeño con facilidad. - ¿Puedo reunirme con vosotros allí?- ¡Por supuesto! Te estaremos esperando.- Entonces nos vemos en Mykonos.- Nos vemos allí.- Buenas noches, Sakis.- Buenas noches.Colgó sintiéndose mucho más relajado. Kostas tenía ese efecto sobre él. Era un buen amigo y, en ese momento, la única persona que no lo juzgaba, que no le decía que tendría que haber visto los signos de locura de Helena. Sí, tendría que haberlos visto, pero no lo había hecho. ¿Por qué? ¡Oh, bueno! Tan sólo porque había sido un cabrón egoísta que se había estado lamentando de sus decisiones, que había estado añorando a quien ya no quería saber nada de él, que había dedicado más tiempo a trabajar que a estar con ella, o que dedicaba todo su tiempo libre a su hijo. Se maldijo en silencio y se dirigió a su dormitorio. Necesitaba descansar y, tal vez, cuando se levantase, descubriría que todo aquello había sido un mal sueño. Que Helena seguía en su vida, tan hermosa y obsesionada como siempre, que su hijo todavía sonreía y que él tenía una segunda oportunidad.Aquella noche durmió bien. Por primera vez en tres semanas, durmió de un tirón. Se despertó temprano y revisó las maletas, pendiente de que no se le olvidase nada, cosa que solía sucederle. Se duchó, desayunó y luego le dedicó los mismos cuidados a su hijo. En una hora y media ya estaban listos y el taxi estaba en la puerta para llevarlos al aeropuerto. Anastasios siempre había odiado Atenas y, si vivía allí, era porque su trabajo lo requería. Pero siempre que podía huía de la ciudad para sumergirse en la tranquilidad. Aunque Mykonos no era el lugar más tranquilo del mundo, sí le resultaba agradable. Normalmente allí no se encontraba con nadie conocido, lo que era un alivio, ya que en Atenas no podía dar un paso sin encontrarse a alguien. Necesitaba ese tiempo con su hijo, lejos de sus padres y sus suegros. Y la isla le había parecido el lugar ideal. Además, Kostas se reuniría con ellos, lo que haría su estancia mucho más agradable. No solían verse a menudo, ya que el trabajo de ambos consumía la mayor parte de su tiempo. Solían hablar por teléfono y quedaban cuando podían, siempre con el tiempo justo porque uno u otro tenía que acudir a una reunión. No sabía el tiempo del que dispondría Kostas, pero pensaba disfrutar de su compañía todo lo que pudiese. Era la primera vez en semanas que pensaba en sí mismo y realmente necesitaba tener contacto con algún adulto que no lo compadeciese, que no le reprochase la muerte de Helena, que respetase su dolor sin intentar imponerle nada. Le habría encantado recurrir a Colin, pero no podía. En aquel momento necesitaba al amigo con el que había compartido tantas confidencias que dolía recordarlo. No pensaba en el amante porque sabía que hacía tiempo que lo había perdido, pero sí en el amigo. Sin embargo, había sucedido lo impensable y había perdido al amigo y al amante al mismo tiempo. No podía comprender cómo era posible que alguien a quien le había entregado tanto, por quien había estado a punto de romper con su familia y con toda su vida, le hubiese dado la espalda de aquel modo. Él nunca lo habría hecho y siempre había creído que Colin tampoco lo haría. Se había equivocado, como tantas veces lo había hecho. Había soportado sus infidelidades, le había ayudado a salir del mundo en el que estaba metido hasta las cejas, había limpiado sus vómitos durante el mono, había aguantado su agresividad durante aquel período, le había enseñado que la vida podía ser mucho mejor si la vivía con calma, lo había curado y lo había amado con todo su corazón, pero todo aquello no había servido de nada. Siempre había sabido que las cosas cambiarían cuando el irlandés se enamorase de otro, pero no estaba preparado para aquella ruptura tan brusca ni a la soledad que la acompañaba.El viaje hasta Mykonos fue tranquilo. Alexander había dormido todo el tiempo y ni siquiera se había despertado al bajar del avión. Al salir de la terminal, se subió en un taxi que los llevó al hotel. Había decidido coger la mejor suite del mismo, con su propia terraza. Había pedido que instalasen una cama pequeña para el niño, ya que él solía tener un mal dormir y temía lastimarlo, ya que era demasiado pequeño. Esperaba que el cambio de aires ayudase al niño a recuperar la sonrisa. Se había vuelto tan silencioso, que le asustaba. Siempre le había gustado lo escandaloso que era, pero desde que había salido del hospital apenas hacía notar su presencia.Al llegar a la habitación dejó al niño sobre la cama que habían colocado para él cerca de la enorme cama de matrimonio y lo observó dormir durante unos segundos. El corazón se le detuvo unos segundos al pensar que, de no haber llegado temprano a casa aquel día, su hijo no estaría allí, con él. Le acarició los rizos dorados con suavidad, notando cómo todo el amor que sentía por el pequeño se concentraba en la yema de sus dedos. Se apartó con un suspiro y deshizo el equipaje antes de sentarse en la terraza, que daba directamente al mar. Esperaba que aquellos días con su hijo los ayudasen a ambos a superar lo que había sucedido y le devolviesen la sonrisa al niño.