Con el lógico criterio de la experiencia, “mi psiquiatra”, sabedor y consciente de que esas respuestas se hallaban en mí, me recomendó la lectura de dos libros: “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach y “El hombre en busca de sentido” de Victor Emil Frankl, pues sólo debía sentarme a reflexionar sobre el contenido de aquellas páginas para llegar a lo que buscaba.
Como siempre, sólo tenía dos posibilidades: aceptar o rechazar la recomendación médica. En este caso, opté por lo primero y fue un acierto, ya que, con posterioridad, descubrí que el segundo gol que se le puede marcar a una enfermedad mental reside en aferrarse a esas ofertas en forma de consejos que siempre da el especialista médico.
Por tanto, encomendé la laboriosa misión de adquirir los citados ejemplares a mi “otro lado de la cama” que, presto y solicito como en tantas otras situaciones durante mi enfermedad, llevó a cabo.
Dio así comienzo otra nueva etapa de mi depresión, invadida por un inicial escepticismo ante la creencia de que aquellos textos no iban a servir para nada, salvo para un lavado de cerebro. Otra falsa idea provocada por el influjo de mi enfermedad.
La lectura de las dos obras no resultó sencilla. Uno, porque no tenía mucha predisposición para ello y dos, por mis dificultades de concentración. No obstante, solía refugiarme en alguno de ellos cuando necesitaba dejar de pensar, aunque los mismos obrasen el efecto contrario, pero, con tiempo y esfuerzo, logré concluir “Juan Salvador Gaviota”.
De primeras no llegué a ningún tipo de motivación tras leerlo. Me quedó un regustillo amargo, en cierta manera, porque yo me identificaba con Juan Salvador Gaviota: ambos no éramos fáciles de conformar con lo establecido en nuestra vida de antemano. Él luchó contra la adversidad de su destino, conocedor de ser diferente al resto de gaviotas por querer ampliar sus horizontes, experimentar cuáles eran sus límites, aunque dejase de ser aceptado por los demás. Vivir eternamente con la duda de lo que pudo ser supuso el acicate bastante para arriesgar y llegar a conocerse.
Sí, me sentía diferente como Juan Salvador Gaviota. Sí, me había alejado de las pautas marcadas como Juan Salvador Gaviota. Sí, me interesaba exprimir mis límites como Juan Salvador Gaviota. Sí, quería sentirme útil en la vida como Juan Salvador Gaviota. Sin embargo, algo desafinaba dentro de mí, haciéndome chirriar de dolor hasta decir basta.
A los pocos días, “mi psiquiatra” me preguntó sobre el libro y mis conclusiones. Le transmití lo que percibía en ese momento. Nada profundo, ni meditado. Envidiaba a Juan Salvador Gaviota, pero no quería mostrárselo a “mi psiquiatra”. Me avergonzaba ese halo de fracaso existente en mi atmósfera. No podía soportarlo. Yo había sido como Juan Salvador Gaviota. Yo había escapado una y otra vez de las reglas de mi propia manada. Yo había escuchado las críticas, incluso había fantaseado con abandonar mis propias ideas y seguir dentro de la masa. Yo había intentado aprender los misterios del vuelo. Yo había tropezado también. Yo, finalmente, me había convertido en basura, ni siquiera digna de reciclar.
La realidad es que mi depresión sesgaba cualquier razonamiento, empañándolo. Era como mirar mi vida sin graduar las gafas.
De todas formas, Juan Salvador Gaviota me había dado alguna remota esperanza, sobre todo, me hacía replantearme la posibilidad de que yo tenía sitio en este mundo, de que yo podía aportar algo, pero seguía desconociendo el qué y cómo.
En mis condiciones psicológicas, reflexionar sobre el mensaje de Juan Salvador Gaviota requirió su tiempo hasta ser capaz de asimilar lo que iba encontrando a medida que profundizaba en mi alma.
“… There’s an angel on a ribbon… hanging from the armoire door… there’s a baby angel drummer… his eyes are open wide… and two more tiny cherub… on the mantle side by side… Too many angels.. have seen me crying… Too many angels… have heard you lying… Bring the morning on... voices sing of day.... I want this darkness gone....” (“Too many angels” de Jackson Browne)