Treinta y cinco años pasan volados; la gente cree que la cosa esta de que pase el tiempo tiene mucho mérito, pero no es así. Hay que ser respetuosos con el calendario. Mucho. Pero sobre todo con la hora. Más, muschísimo más. Hay criaturas que parece que lleven el reloj de adorno, son capaces de fastidiarles la Sexta a todo un convento de clausura, sin un asomo de rubor ni arrepentimiento. Pero ya verán a Pedro Botero, ya. Y no les va a hacer falta reloj.
Uno siempre fue muy carnavalero… Hasta que hubo que encomparsarnos, acompasándonos a como decían quienes mandaban. Lo que no consiguió ninguna dictadura mediante calabozos, multas y vergazos, lo consiguió un alcalde socialista. A fuerza de premios y subvenciones acabamos todos colocaditos en fila y eligiendo temas etéreos y profundos para nuestros disfraces. La sorna, la ironía y las bromas pesadas de las carnestolendas se integraron en los colectivos de la sociedad civil. Con decirte, rumboso lector, que una vez salí en una comparsa de mariquitas. Con mi caparazoncito a topitos, mis antenitas y mis mallitas negras. La primera y no más, Santo Tomás…Y pensar que el año anterior me disfracé con un mono azul y la funda de una garrafa, a la que hice un agujero e introduje una zanahoria de nariz, como careta.
Hace treintaicinco años (que pasan volando, etcétera) servidor ya andaba en el negocio del petróleo. En el carnaval tenía turno de noche. Me desplazaba al tajo en un ciclomotor Mobylette, con cuadro de señorita, de los que habitualmente usaban los lecheros de nuestra ciudad para su albo y nutritivo reparto. En aquellos tiempos en los que las fiebres de Malta eran algo común, los vaqueros iban de casa en casa, sobre el velomotor que llevaba unos soportes en la parte trasera en los que metían las cantaras, abolladísimas, y con las botas llenas de bostas y cacofonía.
Pues eso, hace esos años el espíritu carnavalero de uno le llevó a disfrazarse. De Groucho Marx. Era mi filósofo de cabecera y que mejor que hacerle un homenaje transmutándome en el hijo del sastre de Brooklyn. Para poder peinarme con las raya en medio y elevar las guedejas a la guisa marxiana estuve tres semanas sin lavarme el pelo. El peinado quedó absolutamente esculpido. Un traje negro (mi familia no era de chaqué), una corbata como la vida de un pobre y los calcetines blancos; la nota de color y rebeldía.
Y a la calle. Mis amigos de paisano y yo de rey de la comedia. Entonces no había edad mínima para abrevar zagales. Y si la había se la saltaban los taberneros. El caso es que me pase de combinados y con una melopea como la de un general me tuve que ir a cumplir con mis nobles y probas obligaciones gasolineriles, velomotor mediante.
Apenas me quité el maquillaje y torné el traje negro por el uniforme. Me llevé la cena en una tartera y aguanté la noche como pude. A la Mobylette aquella en los baches se le movía la bombilla del faro y se quedaba a oscuras. Había que parar y darle unos golpecitos para que recuperase la luz.
Acabó el servicio y me encaminé a casa encaramado en el velomotor de la luz evanescente. Nada más salir del surtidor un bache dejó el faro del semoviente con menos luces que un eslabón de corcho. Con la euforia de no haber cocido la melopea opté por no parar ¡Viva la oscuridad! La luna nueva del carnaval hizo el resto. Me salí de la carretera, choqué contra un vado que cruzaba la cuneta y volé sobre el manillar de la moto. Este diente partido (¿lo ves?) es la secuela.
Hay que ver lo pronto que pasan treinta y cinco años.