Revista Talentos
Carta a mi vecina del espejo
Publicado el 23 agosto 2012 por PerropukaMi querida vecina. Hace mucho que te conozco. No lo sabes, pero aquí sigo, conociéndote un poco menos: porque pasa el tiempo y el tiempo se va acumulando en días, semanas, meses sin que te pueda conocer de una maldita vez. De manera definitiva, tú me entiendes. Llevo meses o hasta un año sabiendo que vives ahí, enfrente, a menos de ciento veinte metros a vuelo de pájaro.
Mi terraza está un poco más alta que tu balcón, lo que me da ventaja para divisar tu delgada silueta cada vez que te asomas al umbral de tu cuarto. Me gusta tu extraño ritual, el de mirarte ante un espejo de mano, ahí de pie, en la puerta. Siempre lo haces de esa manera y no de otra. He barajado muchas teorías, pero al final he supuesto que buscas la luz del día. Pasan los minutos y tus ojos están clavados ante ese pedazo de vidrio. Alguna vez he agitado un brazo como quien saluda a lo lejos y ni cuenta te has dado. Podría silbar, pero sólo silban los pacos de tránsito, los cacos que hacen de “campanas” y los pajaritos. Aquellos porque se ganan la vida y estos porque están que trinan ante la ola de urbanismo. Yo no, ni por unos segundos de tu atención. Silbar a una chica es caer bajo. Que una mujer silbe es peor aún, es lo más anti femenino que hay en esta vida.
Así es la vida, mi querida vecina, yo te espío ritualmente y tú te miras ritualmente. Desde mi terraza, desde tu balcón. No, no es obsesión, no es compulsión, es la simple coincidencia de que ambos vivamos cerca del otro. A vista frontal, aunque no podamos distinguir nuestros rostros. En cualquier momento puedo salir a mi terraza y descubrir que estás ahí. En cualquier momento; la rutina, las cosas que hacer o, si prefieres, la alineación de los astros nos harán coincidir (perdona la referencia, tanto leer las profecías mayas y otras paparruchas). Como decía, que te vea a menudo es suceso perfectamente normal; tu balcón forma parte de mi horizonte, y tu casa con muro bajito, y el molle señorial de tu patio, y el horrible edificio alargado de varias plantas que están levantando a espaldas de tu casa. Me apena que no puedas ver morir el sol, podría decir “el crepúsculo”, pero está muy trillado. Por culpa de los antologistas de poesía y por culpa de los fans de la saga Crepúsculo y sus vampiros paliduchos.
Si no fuera porque de vez en cuando aparece tu figura, diría que el objeto más precioso de tu casa es el molle solitario a un costado del patio. Siempre reflexivo, siempre sereno, no cambia de copa, ni de color. Los árboles pueden ser de dos tipos: estoicos o mamarrachos. Como las personas, como la dualidad del tiempo. La mayoría de los árboles se apaga en invierno como leños achacosos, pero jamás los pinos y los molles. Los pinos son como un palo: monótonos, escuálidos o demasiado triangulares y no dan sombra. Los molles son frondosos, poco ruidosos a pesar de la brisa y especialmente aromáticos y, cuya madera, rica en taninos es resistente a los bichos. En la wikipedia le llaman el falso pimentero, por estar cargado de frutitos rojos. Cómo no va a ser lindo nuestro árbol emblemático de los valles. No hay combinación más espectacular en la naturaleza que el verde con el rojo, como la de un cafeto, por ejemplo.
Es una lástima que “molle” no suene tan brioso como “jacarandá” o tan sugestivo como “sauce llorón”, dos árboles mamarrachos, uno por floridamente chillón y el otro por blando y quejica. Como habrás podido notar, yo prefiero los árboles estoicos como los eucaliptos, los laureles y los molles. Nunca pierden el talante sobrio ni en las peores tormentas del año. El molle centenario de tu patio de tierra es lo único que me hace dirigir la mirada hacia ese lado. Es reconfortante su anomalía, en esta selva de cemento que es el barrio. Una enormidad –la palabra “majestuoso” me suena a coñazo, sólo debería ser para las montañas- de un verde desafiante que rompe la monocromía gris de las construcciones apiñadas. Sin él, la mirada sería deprimente, hacia ninguna parte.
Perdona que me haya ido por las ramas y por el viento, pero esa es la razón porque me haya fijado en ti. Bueno, no tanto: el molle y tu rostro con pecas. Todas las mujeres son iguales a primera vista. Todas tienen las mismas cejas. Las mismas mejillas. La misma mirada inquisitiva. La misma actitud de que no matan una mosca. Pero no cualquiera tiene pecas. Bueno, tal vez las escocesas, pero ellas son pelirrojas y, a mí, salvo Joan Holloway, no me gustan las pelirrojas. Tú eres ligeramente rubia, ligeramente trigueña, y con las pecas exactas. Ni más ni menos. Lo supe el día en que por única vez cruzamos la mirada. Esperabas el transporte cerca de casa. Ibas con un uniforme de chaleco negro y camisa blanca. Fue un encontronazo fugaz. En un santiamén aparté mis ojos avergonzados. Tenías tanta seguridad que, salvo tus pecas sutiles, no recuerdo nada de tu cara. A los dos días te descubrí a lo lejos. Llevabas el mismo uniforme, la misma cola de caballo. Allí, a vista de pájaro, enfrente de mi terraza. Siéntete especial, pero no te creas, no he enloquecido por ti. Andando el tiempo he aprendido a querer al molle de tu patio. Y como he descubierto que tú venías dentro del pack, he aprendido a quererte también. Ni más ni menos.
************ Nota a los lectores: Perdonen la ociosidad, he caído en un bache alternativo al aburrimiento, o lo que es lo mismo, en “una infamia temporaria curable mediante el matrimonio”, según Ambrose Bierce. La misma enfermedad que atosiga a los hombres desde la primera noche de los tiempos. Y como yo estoy a años luz del altar, me temo que será una enfermedad incurable. Menos mal que aquí no me lee nadie, ni mis paisanos ni mis amigos. Esta confesión permanecerá a salvo aunque pulule por el ciberespacio. Una paradoja estelar, ¿a que sí?