Todo está bien. Frase recurrente y socorrida cuando en el todo no incluyes a la persona, ni la esencia de la vida misma; todo va bien, me repetía, y el poder de convicción que emanaba de mis palabras, se ha convertido en un boomerang que me persigue y me enseña su parte afilada en el momento menos esperado; el tiempo es el mayor tesoro, pero también el enemigo más astuto, y se me escapa por los pies de una cama fría y ya con surcos.
No sé como liberarme de la postura que me oprime y que yo misma he ayudado a fabricar con mi desidia; la imagen de feminidad normativa que en mí observo, actitud a medida del mundo que me rodea y de la gente que dice que me ama, pero tan alejada de mis propias aspiraciones de mi propia individualidad; y que ahora me asfixia y me devuelve un reflejo inédito de mi propia existencia. No concibo cómo he tenido la fuerza para batallar tanto tiempo, ahogando las convulsiones que tensaban mis esfínteres, hasta el punto de lograr serenarme y reflejar un sosiego inexistente.
Hoy me pesa el mundo, me he levantado nostálgica y herida, y he decidido presentarme a la desconocida que me habita; pero estoy asustada y no sé si sabré convivir con quien durante tanto tiempo coarté y ahora me increpa. Hasta que punto mi socialización de género fue efectiva que no me reconozco si me desnudo de ella. ¿Donde está la mujer que me convencisteis que era? Porque por más que la busco en este opaco día no la encuentro, solo encuentro tristeza, cicatrices, soledad y desencanto. Miro a mi alrededor y, sólo en este día soy consciente de que no me gusta el papel que me asignaron en la vida, y me ha faltado el valor para cambiarlo.
Escribo porque las palabras antes pronunciadas se han convertido en enemigas. Me persiguen y no encuentro un escondite más seguro de su ataque que el retiro en las palabras escritas alimentadas por la reflexión y la soledad, lejos de las batallas de lo hablado y de la presión de tener enfrente un contendiente.
Mi mayor problema es haberme creído solo mujer, nunca persona, y mi peor enemigo está dentro de mí. No intento justificarme con argumentaciones estructurales; siempre he tenido la consciencia latente de ser mi propia opresora, pero hoy me he levantado nostálgica y solo me queda mirar hacia dentro y buscar, con la confianza de ser capaz de enfrentarme a lo que tanto tiempo la irracionalidad ha dominado, y poder liberarlo; con la esperanza de no dañar a nadie; con el ahínco que me he dañado a mi misma por no hacerlo.”
María
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Tras depositar en la mesilla de noche el papel escrito junto al anillo de casada, María salió al mundo, abandonando lo que durante 25 años fue su hogar.
María es una mujer de tantas, con una vida como tantas, con un marido como tantos, de una generación como tantas otras con sus glorias y sus miserias. Se había dejado llevar por la espiral de las circunstancias, porque era lo que esperaban de ella o por el miedo a perder lo que ella misma había creado sin creerlo. Había sido la mujer ideal, la madre perfecta, la esposa complaciente, la amiga imprescindible, la trabajadora incansable, dejando siempre en un segundo plano sus propias aspiraciones como persona. Y ahora, al atardecer de sus días, tras incontables batallas entre la pasión y la razón, vislumbró su vida tan cetrina como las sabanas que vestían su cama, como sus manos y en este amanecer como su propia mirada.
Esa mañana, María, cansada hizo la maleta y huyó, despojándose de la coraza que ella misma había ayudado a fabricar con sumisión y con la complacencia y la presión de quien tantas veces había proclamado que la amaba: ahora ella solo quería alcanzar la salida, no temía a las pérdidas del camino, porque tenía la fuerza de quien se descubre como un valor en sí misma.