Revista Diario

* carta jamás escrita y nunca enviada

Publicado el 30 enero 2012 por Chinopaper

Sucede que quiero (o debo, o prometí, o todas esas cosas juntas) escribirte una carta. Sucede también que no tengo la menor idea de qué escribirte. Es una sorpresa. No para vos, para mí. Sorpresa porque en general se me da bastante bien esto de batallar con las palabras, con las formas, con el signo, el significante y el significado. O quizás sólo sea una ilusión mía y en realidad no se me da tan bien como creo; como sea, esta carta que no tiene sentido ni razón sigue su curso y ya contiene varias lineas. ¿Qué será eso? ¿Qué querré decir con “varias lineas”? ¿Qué estarás entendiendo llegado este punto en el cual el párrafo se acaba y todavía no dije absolutamente nada? ¿Seguirás leyendo o este papel apenas amarillento (hace mucho tiempo que no escribía cartas) terminará en el tacho de la basura, hecho un bollo, rodeado de cáscaras de fruta y montoncitos de yerba? Creo que me da igual, me doy por satisfecho con que hayas leído esta primera parte delirante y descontrolada, con eso está bien.

Mentira, no me da igual, acabo de pensarlo mejor. No me da igual porque siento que el ritmo va creciendo y de a poco voy encontrando las palabras, el sentido, el cuerpo principal, el alma de esta carta tan tonta y desprolija, pero dame un poquito de tiempo para organizarme. Mientras, hablemos de otra cosa, en algún momento algo de todo este palabrerío cobrará sentido. Espero que no seas impaciente, o no demasiado al menos, pero calculo que si llegaste hasta acá debe ser porque este engaño sintáctico y gramatical con forma de carta espontánea y prometida está funcionando. Y con eso no quiero decir que te esté engañando, bueno, no deliberadamente, no hay en mí ningún tipo de alevosía, simplemente un fluir de tinta negra que pretende contarle algo. Algo. ¿Algo? ¿Qué es algo? Qué término tan vago. El eufemismo por antonomasia. Y aquí se fue el segundo párrafo, disputando mano a mano con el anterior el primer puesto en incoherencia.

Confieso que no me tenía ninguna fe, apostaba más por el fracaso rápido y rotundo a la tercer o cuarta palabra. sin embargo la cosa marcha. Y si la cosa funciona, no es mi intención entrometerme. Que fluya. Así debería ser todo. Que todo fluya. Como el agua de los bebederos de las plazas, ¿te acordás?. Saltos de agua fresca que entre juego y juego, entre aventura y aventura, nos daban pausa y regocijo para después seguir con lo nuestro hasta que se hiciera la hora de volver a casa. Me encantaba correr hasta el bebedero, agitado, con la cara roja y las manos llenas de tierra y arena, y ponerme a tomar agua del chorrito sacando la lengua como los perros. Lo único importante era el deseo, el hacer, hacer, hacer y listo, que siga saliendo agua, que la cosa siga funcionando, que pueda seguir recurriendo a esa fuente cada vez que quiera refrescarme. En este tercer párrafo las ideas me capturaron y me torcieron el brazo, fueron mucho más rápidas que las palabras; sin embargo no voy a borrar ni a re-escribir (tal vez alguna tachadura), porque estoy convencido de que voy por buen camino, dame más tiempo. Lo que sí me alegra es haber podido incorporar “regocijo” en medio del texto sin desentonar (aunque claro, ahora que te lo dije, seguramente vas a retroceder para encontrarla y sonreír, está bien, no me molesta, establezcamos “regocijo” como nuestra palabra clave, el chiste interno, el código secreto…dale, buscala que está acá nomás, cerca del bebedero).

Pienso en esos bebederos, y en el patio del colegio con esos baldosones enormes que me parecían obra de una arquitectura superior, pienso en una calle dormida a la hora de la siesta y en mí, sentado en el umbral de la casa de mi abuela mirando el vapor que se forma sobre el pavimento de la calle, deformando las siluetas de los árboles a la distancia, pienso en que más de treinta años me separan de todo eso, y me parece absurdo. Los recuerdos son, para mí, bolitas de mercurio que corren como locas buscándose unas a otras para unirse, para completarse, para fundirse en un todo del que se saben partes necesarias e ineludibles, un todo brillante y hermoso, la reconstrucción de un hombre a través de la memoria, de toda la memoria, de absolutamente todo lo que ha vivido y recorrido. En determinado momento las bolitas de mercurio confluyen todas a la vez y nos rearman, y nos conmueven, y recordamos algo tan nítidamente que nos ponemos a llorar (un bebedero, una baldosa, un caramelo), pero como buenos adultos descontrolados, no podemos evitar explotar y es entonces cuando las bolitas salen desperdigadas otra vez y se pierden y se angustian y vuelven a comenzar con su carrera loca y magnética, y se van juntando, hasta que vuelven a estar todas, y otra vez aparece el todo que se transforma en un destello catártico, igualito al brillo que me apareció en los ojos cuando decidí cumplir mi promesa de escribirte una carta tonta e irresponsable.

Arranco con el último párrafo. Seguramente muchas cosas van a quedar afuera, y otras quedaran en un limbo que desconocemos. A esta altura puedo permitirme ciertos excesos literarios y algunas dispersiones filosóficas, pero es claro que no sabría cómo aprovecharlos. Me apena haber perdido un poco de envión y llegar con poca fuerza e inventiva a este lugar. ¿Este lugar? ¿Dónde estamos? ¿Qué lugar? ¿Por qué asumo que estamos en el mismo lugar? ¿Será posible que tiempo y espacio se doblen como los pliegues de esta hoja amarillenta, y que mientras vos leas lo que yo escribí hace rato, yo vuelva a aparecer ahí, en el mismo centro del intercambio? ¿Será posible que mientras vos pases la vista veloz por sobre las letras negras mi pensamiento vuelva a ejecutarse en ese instante como si fuera la primera vez? Desconozco las respuestas. Desconozco si leés rápido o lento. No sé cuántas de azúcar le pones al café. Lo que sí sé es que había prometido (o tuve ganas, o tal vez me lo hayas pedido) escribirte una carta, y esto que ahora se termina, porque todo tiene que terminar, es la mejor excusa que puedo presentar.

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