Revista Literatura

Cartas argentinas

Publicado el 18 noviembre 2010 por Saludyotrascosasdecomer
El Trono se quedó rengo de la pierna izquierda por culpa de la polio. El Trono podría haber sido en la vida lo que hubiera querido, decía Capote. Lo que le faltaba en la pierna, le sobraba en la cabeza, continuaba mientras con el índice señalaba la suya. A la gente le gusta hablar demasiado, como usted dice lo de que en España de medicina y de fútbol todo el mundo sabe, y contaban por ahí que de tan listo y de tan cojo se volvió loco. Pero es mentira, se lo hacía. Un poco como Jero y un poco como yo. La diferencia es que él no podía salir corriendo. Sin embargo, sabe usted, médico, se compró una bicicleta. Ataba el pie izquierdo al pedal y hacía fuerza con la derecha. Tenía que andar con cuidado de no caer en las cunetas; pero se las arreglaba bien. Una vez, me contó, había llegado hasta el mar.
Un invierno se enamoró de la maestra del pueblo de al lado. Cada día después de comer, se ataba el pie en el pedal y recorría los siete kilómetros que le separaban de la escuela. Regresaba siempre a media tarde, al filo del anochecer. Los que en el pueblo le querían, le veían pasar cada tarde con esa forma de pedalear tan esforzada, y sentían tristeza. Pensaban que el Trono era poco para la maestra y que le rechazaría. Los que en el pueblo no le querían, dos o tres tontos que en todos los sitios hay, se reían de él, de su pierna inválida y de su empeño estéril.
Llegó el verano y se supo que la maestra había viajado a Argentina, a cuidar a su padre enfermo. El Trono no abría la boca, no soltaba prenda, no contaba nada. Algunas tardes, atado y encima de la bici, se acercaba al buzón y dejaba una carta. ¿En qué andas, Trono?, le pregunté una vez. Mando cartas a Argentina. He descubierto que lo que escribo me sale mucho mejor que lo que hablo. Ya vas a ver cuando regrese en septiembre y aparezcamos en la plaza, yo montado en la bici y ella sentada en el manillar. Cuántos van a tener que callarse. Como ocurre con todas las noticias pequeñas, la de las cartas que el Trono mandaba a Argentina, una por semana, se fue colando en las rendijas de las casas, bajo las puertas de los bares, en el badajo de las campanas y todos en el pueblo lo supieron. Cuando Trono entraba en el bar, a media tarde, con ese andar triste y orgulloso, alguno, mal pájaro, le preguntaba muchas cartas mandas y ninguna recibes, Trono, va a ser que esa historia sólo la tienes tú en la cabeza. Otro sonreía con malicia escondido tras los naipes o miraba con pena al rengo que, apoyado en la barra, hacía oídos sordos, a la espera de la venganza que le traería el otoño. Una tarde de finales de agosto el cartero entró en el bar con un sobre en la mano y encaró al Trono. Trono, dónde te habías metido, llevo buscándote por el pueblo un buen rato. Toma, tienes carta de Argentina, dijo en voz alta mirando más a los que estaban en el bar que al destinatario de la misiva. Trono la cogió y se sentó, no fuera a fallarle la pierna mala. Indiferente a la expectación creada, rasgó el sobre y leyó como quien bebe con sed de días. Terminó, dobló el papel, lo metió en el sobre, se levantó y, triste y orgulloso, salió del bar sin decir palabra. Detrás quedaron su sombra y el silencio. Yo estaba allí con él y lo cuento como lo viví. Salí tras sus torpes pasos. ¿Qué pasó, Trono? ¿Buenas noticias? Vámonos al arcén, a sentarnos en el tresillo, que igual pasa. Qué va, Capote, que dice que no vuelve.

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