En todas las casas tailandesas, y también en establecimientos públicos como hoteles, restaurantes, tiendas e incluso gasolineras, hay un espacio reservado para rendir culto a los ancestros y a los espíritus del lugar. Son las casas de espíritus, templos en miniatura donde se alojan figurillas humanas rodeadas de ofrendas: refrescos, frutas, velas, arreglos de flores. Las casas están decoradas con estatuas, animales e incluso muebles.
Casa de espíritus en un hotel en la isla de Koh Lanta (Tailandia).
Algunas tienen mejor pinta que las casas en sí, lo cual tiene su explicación: cuando la gente construye una casa, se cree que se está incordiando al espíritu que habita el lugar. Para apaciguarlo, es necesario hacer una casa más espléndida que la tuya propia. Las atenciones a estos seres del más allá son tales que incluso hay que pedirles permiso cuando se tienen visitas, no sea que se les vayan a importunar.
De pequeña tenía una enorme casa de muñecas de madera de color azul hecha a mano por un carpintero amigo de la familia. Recuerdo muchas sobremesas de domingo jugando con esa casa, moviendo los enseres de un lado a otro en función de las necesidades de los inquilinos: un matrimonio con dos hijos, a imagen y semejanza de mi propia familia. El que peor parado salía siempre era el hijo pequeño, que se quedaba castigado en el ático lleno de arañas durante tardes enteras mientras su álter ego jugaba con su colección de clics en la habitación contigua, ajeno al vudú al que lo sometía su hermana. Esas tardes de domingo mis padres (los reales y los imaginarios) se echaban la siesta y leían el periódico. En aquellos tiempos los papeles de Bárcenas todavía no habían salido a la luz, y el fin del mundo parecía lejano, por lo que era posible echar una cabezadita entre noticia y noticia.
Supongo que un tailandés diría que comparar sus casas de espíritus con las de muñecas está fuera de lugar. Pero a mí me parece que tampoco son tan diferentes. Ambas reconocen un mundo invisible pero no inexistente. Yo no creo en los espíritus, pero sí en lo invisible. “Lo visible y lo invisible / trabajan juntos / en una causa común / para producir lo milagroso”, escribe David Whyte.
Ayer me senté con mi hija frente a una casa de muñecas "made in China" en un intento de volver a la magia de las tardes de domingo. Durante los breves instantes que un adulto normal como yo puede flotar en el estado de flujo sin que lo interrumpa la avalancha de pensamientos, movimos a nuestro antojo a la familia imaginaria que habita ese espacio, que pudo incluso de tomar un chocolate con churros con sus amigos en España y respirar el aire puro de las montañas. Lo milagroso, a veces, es así de simple.