Terminado el gratificante paseo a la Hoya de San Vicente, dado que eran las dos de la tarde, las tripas comenzaban a querer ruxir un tantín, decidimos seguir carretera hasta el concejo de Ponga y comer en San Juan de Beleño. Tiene este bonito pueblo una posada, donde es inevitable el recordar las antiguas potas roxas de la abuela, en ellas te sirven los cocidos. Echábamos de menos el pote asturiano, así que comenzamos con una sopina delante para entonar el estómago, la sopa siempre produce alegría, es inevitable que soples y sonrías, para a continuación pasar a sorber; después vino el consistente pote de berzas, acompañado de su compango: morcilla, chorizo, tocino y un trozín de hueso, con cachinos de carne del espinazo del gochu, para terminar con los frixuelos una y el arroz con leche el otro.
Después de comer dimos un paseo por las callejuelas del pueblo, el tiempo amenazaba con querer llover, como así fue después, pronto suspendimos el callejear y montados en el auto emprendimos carretera dirección al pueblo de Sobrefoz, primer parada en un mirador al efecto, después de pasar un oscuro túnel, ya llovía aunque sin fuerza. Es un paraje muy agreste, valle angosto y cerrado, al otro lado se aprecia la estrecha carretera, que colgada se engurruña en la montaña, da la sensación de ser un fino cinturón, no se percibe el horizonte, un despiste en la conducción, puede significar el despeñarte, a un fondo que no alcanzas con la mirada.
Pasado el pueblo de Sobrefoz en descenso, nos detuvimos a la altura de una edificación, que tiene todas las trazas de haber sido un antiguo molino, recibe de la estrechura –o quizás del mismo cielo- un buen hilo de agua. Aquí la carretera se revuelve, el valle se acabó y comenzamos el regreso, ahora encaramados por la vertiente opuesta. La vereda más parece camino de hormigas que otra cosa. Se pierde aquí para volver aparecer más allá, entre yerbas, espinos y hiedras que cuelgan de la caliza.
Al salir de un pequeño túnel ya se escucha el fuerte chapaleo del agua, seguro cae de buena altura. Ni una gota de aire y algunas de lluvia, imponente por su caudal aparece la cascada de Abiegos, detenemos el auto al borde, aprovechando un leve engrosamiento del camino. La pena es el puente que acabamos de cruzar, que corta e interrumpe la visual de la cascada, tiramos varias asemeyas, tratando de inmortalizar el instante.
El agua cae desde la altura, raspando las piedras con sus uñas líquidas, dejándolas relucientes, el espectáculo impone, es una gozada, quedamos en suspenso, hasta aguantando la respiración, no nos atrevimos ni hablar, temiendo deshacer el hechizo. Alejamos nuestros pasos para tratar de captar una visual distinta, divisar el comienzo o alcanzar el final, que más bien se adivinan, ante la falta de certezas.
El cielo seguía espeso, gris, las nubes dejaron de soltar líquido y nosotros embobados, contemplando el embrujo del agua al caer, entre palos tiesos, matojos sin hojas, no era tiempo de hojas. Era esa época húmeda y roñosa que todo lo aplana, aunque a nosotros poco parecía importarnos. El mustio cielo se volvía cenizo, medio quemado por la nublazón, acarreada y aumentada por la caída de la tarde.
Un poco más adelante pudimos hacer unas prestosas asemeyas, tanto del pueblo de San Juan de Beleño, como de los de Abiegos o Cadenaza. Algunas de sus casas comenzaban a dejar en los cielos -mediante las chimeneas- el recado de que estaban preparando la cena, al tiempo que espantaban el frío, que pretendía colarse entre sus paredes. La madrugada en aquellos parajes se presumía gris, llena de aire frío. Al cruzar Abiego un perro se acercó al auto sin ladrar, otro le acompañaba moviendo la cola, seguimos de largo abriendo brecha en el monte.
Mas abajo donde la carretera se junta con la que habíamos subido, encontramos de nuevo el río, mullendo sus aguas entre calizas y varas de avellano espigadas y sin hojas; meciendo su clara corriente, con un son monótono, ideal para acunarte a la hora de ir a dormir. Las escasas primaveras están desteñidas, marchitas, como si echaran de menos el sol. La hiedra se descuelga desde las altas rocas, hundiéndose en la corriente. El agua fluye derecha sin darse la vuelta, obligada a encajonarse entre la tierra verde. El día de excursión se estaba terminando, una parada en Cangas de Onís a tomar algo y luego carretera a casa, para llegar al oscurecer.
Siguen unas cuantas asemeyas del entorno.