Un memorialista es el que gobierna un memorial, que viene a ser dónde se apunta algo. La memoria es fuente de dolor, decía un premio nobel. Pero también de alegrías —dice este humilde cronista de la nada—. Uno apunta donde puede. Y si no puede, lo guarda en el recuerdo.
—Alejandro, apúntame estas cañas, que no tengo dinero.
—Aquí no se apunta nada.
—Bueno, pues lo llevas de cabeza.
Treintaicinco años después recibimos una invitación para asistir a una cena de compañeros de clase. Los que acabamos octavo en 1978. La recibo por Facebook. Inopinadamente las redes sociales sirven para algo más que para chafardear —que es un eufemismo de bacinear—. Hagamos memoria. Eran tiempos felices, sobre todo porque éramos jóvenes. Niños más bien, pero no lo sabíamos. Éramos los dueños del patio. Gastábamos camisas caquis y, quien podía, gafas de sol de piloto, con los cristales verdes y la montura dorada. Jugábamos al balonmano y el mundo nos esperaba entero para nosotros. Estábamos en lo más alto: éramos los de octavo.
Abrevo mi sequía esta tarde haciendo uso de la memoria de los demás. Vivimos en una tierra en la que los Pascuales Duartes acechan detrás de cada esquina. Uno, oyendo la conversación recuerda la España Imperial de Ramón Ayerra.
Un señor mellizo quería matar a su melgo. Tenían un negocio a medias y se conoce que no se ponían de acuerdo, o no les cuadraban las cuentas. Ya se sabe: los tanteos para el caliche. Entre los dos hermanos no llegaban a la talla media nacional de aquellos años, ni mucho menos. Viéndolos uno pensaba que alguien había sacado de paseo a los monigotes de un futbolín, o que lo hubieran desarmado para arreglarlo.
Estos medios tenían la casa y el negocio a dos calles de Juan, un solterón que perdió la chola de joven y que vivía con una hermana moza vieja e impedida. Tenía, la hermana de Juan, una pierna ortopédica de un color más rosado que el muñón. La de verdad se la dejó en las vías de la línea Cinco Casas-Tomelloso, al tirarse al Ómnibus Tipo 70 que cubría el recorrido porque la dejó el novio. Juan le tenía más miedo a las tormentas que a un dolor de muelas a medianoche. Pero cuando empezaba a tronar les hacía cara, se salía al patio y les gritaba, amenazante y sin camisa.
—¡La nube, la nube, la nube! Si tiene narices la nube, ¡qué venga! La espero con la navaja abierta.
Este Juan se juntó con una viuda cincuentona que no tenía nada que perder. Le daban al coñac a todas horas. No comían ni nada. Iban a la tienda y solo compraban de beber, fiado. La paga del parvo y la de la coja servían para liquidar la cuenta del comercio. Se breaban de lo lindo y a la pobre impedida se la llevaron a un asilo. Taló la higuera del patio y un viejo verde que estuviera liado con la viuda antes que Juan, se conoce que por celos, iba a tirarles botes de pintura, abiertos, desde el coche a la fachada cuando pasaba. La fachada parecía un cuadro de Pollock.
Como decía, el melgo hizo mala sangre y quiso matar a su hermano. Con un hacha más alta que él (cosa nada difícil) en lugar de ir a por el medio (nunca mejor dicho), se fue a casa de la vecina.
—Purita, vente conmigo, que voy a matar a mi hermano de un hachazo y quiero que seas testigo.
A la vecina le dio un vahído y el proyecto de asesino tuvo que llamar a urgencias: por ahí se libró la víctima.