Este animalillo se llama tarsero (tarsier, en inglés) y vive, entre otros lugares, en la isla de Bohol, en Filipinas, donde he pasado las vacaciones de año nuevo chino que acaban de concluir. Dicen que Spielberg lo tomó como modelo para su adorable E.T., y lo cierto es que parece de otro planeta. Es tan exótico como diminuto: su peso apenas si alcanza los 200 gramos, lo que le convierte en el primate más pequeño del mundo. Es también muy frágil. Los defensores de los animales denuncian a quienes lo cogen para acercarlo al turista porque, entre otras cosas, sus huesos se rompen con facilidad.
Para proteger a los escasos tarseros que han sobrevivido a los gatos domésticos, sus principales enemigos, existe en esta isla una reserva de unos pocos ejemplares, donde se puede entrar por una pequeña cantidad de dinero. Un guía los muestra a los turistas en su hábitat natural, la selva. Se levanta muy temprano por la mañana para localizar a los animalillos con la única ayuda, según asegura el guía, de su olfato. Antes de salir, nos da una pequeña charla. Como son animales nocturnos, los estamos sacando de su sueño. No debemos tocarlos, ni gritar, ni usar flashes, ni acercarnos demasiado.
Esto no impide que el grupo de turistas chinos con el que nos toca compartir la visita a esta reserva zarandee el árbol donde dormita uno de los animalitos hasta conseguir que adopte una posición más fotogénica, aprovechando un descuido del guía. Quieren ver cómo gira la cabeza 180 grados, una de sus características más curiosas, y para ello le hacen cosquillas con un palito. El tarsero salta asustado y se coloca en una rama justo encima de nosotros. Los turistas –padre, madre, hijo, hija y abuela recién llegados de Nanjing, en el sur de China– disparan entonces sus cámaras de fotos, cámaras de móviles y cámaras de iPad. En medio del griterío, salta algún flash. Tras un pequeño forcejeo con los chinos, expertos en el arte de empujar, consigo sacar la foto que incluyo ahí arriba. ¿Para qué? Acabo de descubrir que en la web existen toneladas de fotografías de estos bichos.
Tras Bohol y sus Colinas de Chocolate, atiborradas de turistas, pasamos unos días en una diminuta isla sin agua corriente ni electricidad donde no hay nada que hacer más que bucear con las tortugas, comer cacahuetes y ver a los niños jugando al baloncesto. Paseando al atardecer por la aldea de la isla, donde las gallinas corren a sus anchas y las casas están abiertas de par en par, recordé la archiconocida fábula del hombre de negocios y el pescador, y por unos momentos contemplé esta vida sumamente sencilla con envidia. He aquí un lugar para vivir deliberadamente, como dice Thoreau, un lugar para establecer, de una vez por todas, prioridades.
Nos encanta, en mi pequeña familia, hacer las cuentas de la lechera. No sé por qué tiene tan mala prensa esta fábula; al fin y al cabo, sin soñar no es posible dar ese primer paso fuera de la magnética zona de confort. Con los ahorros de este tiempo en Pekín, calculamos, nos daría para pasar una buena temporada en esta versión filipina de Walden. Disfrutaríamos de los peces de colores y las tortugas, y por la noche contemplaríamos las luciérnagas. En suma, seríamos felices y comeríamos perdices.
Por unos momentos, contemplamos la vida en esta aldea con los mismos ojos con los que vimos los tarseros. Ojos de turista. Lo más probable es que con la primera araña que se topase en mi camino, el primer pelo en la sopa, saliese corriendo dejando atrás gallinas, tortugas, luciérnagas y peces de colores.
Dicho lo cual, siempre que viajo me sorprendo con la cantidad de opciones de vida que nos regala este mundo facundo, ancho y hermoso. Junto con las opciones, ese empoderamiento del que estamos tan escasos. ¿Es posible vivir de otra manera? Pues claro. No abandones tu cuento de la lechera. O, en palabras de Thoreau, “si has construido castillos en el aire, tu trabajo no se pierde; ahora coloca las bases debajo”.