Castrillo de los Polvazares. Por Max.

Publicado el 24 marzo 2011 por Maxi

Conocí este precioso pueblo el verano de año 74 del siglo pasado, con motivo de haber sido destinado a pasar, el último campamento de milicias en la vecina Astorga. Lo recuerdo -por aquellos años- como semi-abandonado, desde el principio me cautivó y sedujo, ya que era un claro ejemplo de poblado maragato, en apariencia estancado en plena Edad Media, propicio para evocar imágenes antiguas. Las paredes de sus casas, eran y son todas de piedra y el piso de sus calles también está empedrado. Parece ser que el pueblo originalmente se encontraba en una ubicación distinta, metido en plena hondonada, siendo destruido por la naturaleza, una de esas veces en que –sin preguntar a nadie- decide retomar, con arisca e inusitada saña, sus dominios; unas grandes riadas se llevaron por delante el antiguo poblado, lo que dio lugar a ser reconstruido -en el siglo XVI- en su emplazamiento actual, un poco más elevado.

Los arrieros maragatos fueron sus antiguos habitantes, solían comerciar con vinos, embutidos y productos de las tierras de la meseta castellana y extremeña, que pasaban a Galicia o Asturias -ya que también por aquí discurría la romana Ruta de la Plata- y de la costa retornaban cargados con enseres, salazones y pescados, que distribuían en la planicie. Su habitáculo era la típica casa arriera, que estaban y están estructuradas en función de esa actividad, existiendo a la entrada grandes puertas para el paso de carros, patios interiores que son el centro de organización de la casa, con establos, y algunas hasta disponían de grandes bodegas.

Sus actuales reclamos para el turismo son sin duda: su típica arquitectura ancestral, y cuenta… ¡y de que manera! como estandarte, con el cocido maragato, que podemos degustar en sus restaurantes. Plato consistente donde los haya, se toma al revés: comenzando con la carne y terminando con la sopa. Dicen que esa costumbre proviene de: “Cuando los trajineros maragatos, recorrían las tierras de España como arrieros, llevaban entre los utensilios necesarios para sus largos desplazamientos, una fiambrera circular de madera con su tapa también de madera, donde guardaban en ella porciones de carne de cerdo cocida, que se conservaba fresca cierto tiempo. Al llegar a las posadas o mesones comían primero lo que ellos llevaban en las fiambreras de madera, por supuesto alimentos fríos, y para terminar de “entonar” sus estómagos pedían al mesonero o al posadero una sopa o caldo caliente.”

Tierra misteriosa, abandonada y muda; es este un poblado que te pide silencio, a la entrada traspasas un pequeño puente, que encauza y tapa un hilo de agua, convertido en mudo regato, te adentras y caminas por sus calles embelesado, casi sin atreverte a hablar, como si temieses profanar un templo. Imaginas sayales y manteos, carros cargados de todo tipo de materiales, dispuestos al comercio, bajo un sol castellano de justicia, recuas de mulos cebaderos enjaezados, preparados para efectuar largos viajes a tierras bien distintas, estas llanas y polvorientas, aquellas quebradas y verdes. La escritora montañesa Concha Espina sitúa la trama de su novela “La esfinge maragata” en este pueblo, al que cambia el nombre por el de Valdecruces (Pinchando sobre el título, tienen un enlace y pueden leer dicha novela en formato pdf).

Centro de vías romanas, acomodo de sus legiones, adusto llano, eterno y amarillento erial de rastrojos miserables, sempiterno pleito entre leoneses y castellanos, botín del moro y después de los astures, eso fue Astorga y por su vecindad también Castrillo de los Polvazares se vio envuelto en dichos avatares. Por aquí pasaron los explotadores de las famosas Médulas y bastante después también lo hicieron los cruzados, que abrieron una peligrosa ruta desde Francia, a cuenta del cuento de la tumba del Apóstol. Se extiende la llanura sin accidente ni perfiles, entre la sierra de Cepeda y los puertos del Manzanal, Foncebadón y el Teleno. Espacio luminoso, inflamado de luz, contorno plano y abierto, ya no se escucha el gemir de los carros, que sin duda surcaron a diario estas calles empedradas.

Si hubiera sido hace cien años -en los patios interiores de las viviendas- no sería descabellado presumir que hubiese: un zurrón, alforjas, fardelas, serones, manojos de plantas de romero, tomillo y orégano, colgados en la pared secándose, por encima de dicho muro se pasearía ufano -con el rabo tieso- un misterioso gato murador. Dando cara al recinto interior estaría la cocina humillada, con el llar en el suelo, la ceniza esparcida por el suelo, y su lumbre alimentada por troncos. Adornada la estancia con recios muebles de roble, taburetes de castaño, escaño viejo con mesa abatible; pendiendo del techo y enrestrados en una vara horizontal, estarían los dolcos de chorizo y morcillas, enganchados del tabique irían ahumados armarios cargados de vasares y tarteras. Guindada de las pregancias y aplomada sobre el fuego, estaría una pota enorme y negra, de tan chamuscada. Del rincón nos alcanzaría el monótono gañido de un oscuro y casino reloj. De sus pucheros te llegaría el olor de sus guisos de patatas, cargados de pimentón.

Al oscurecer en la hora del filandón –terminada la cena- a la luz del candil, en el portalón o el establo, al tiempo que las mujeres se afanaban en sus trabajos textiles –hilar, tejer, coser o calcetar- irían quedando prendidos en el aire, cuentos y canciones que encandilan a los peques y entretienen a los mayores –sin sentir en falta la caja tonta- La pena es que nada de eso queda ya. Seguro que entonces todavía sus habitantes falarían el bable leonés, con sus ancestrales giros y modismos, primos hermanos de los usados por sus vecinos asturianos, como los que ahí van a la rebatiña: rapaza (muchacha), rachar (hender un tronco), esfrayada (cansada) abondo (bastante), esfarrapaos (deshechos), escurecer (se está haciendo noche), gañer (gemir) acuchar (acostar) ¡Y que prestoso (agradable) hubiera sido, el encontrarte con todos estos viejos utensilios y costumbres, prendidos o presos entre las frías paredes de piedra!

SIGUEN UNAS CUANTAS ASEMEYAS, un día que del cielo caían copos de nieve.































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