Dicen que cuando una mujer está preocupada por quedar embarazada (sea que esté buscando un hijo o sea que la sola idea de tenerlo le representa un problema), empieza a ver a otras mujeres con panza por todos lados: en el supermercado, por la calle, en la mesa de al lado en un restaurante. Supongo que es posible que esta constante que aparece, en verdad responda a que los hombres (como especie, digo) le prestamos atención a aquellas cosas que nos preocupan, u ocupan, y que la cantidad de mujeres embarazadas con las que nos cruzamos es siempre la misma, sólo que a veces las miramos, y otras no.
Estos últimos meses me encontré frente a distintos análisis acerca de un tema sobre el que reflexiono casi más de lo que pienso en comer, y es la escritura. Sucede que me lancé a la pretenciosa aventura de narrar una historia. Y, a partir de ahí, las notas sobre cómo escriben los escritores, sobre la importancia de la disciplina, sobre los borradores, el peso de la lectura, la obsesión del detalle o la fuerza de la tinta viva sin corrección se aparecen ante mí y yo, cada vez, hinco mis ojos al monitor y me lanzo, más que a leer, a devorar.
Una persona que amo, hace poco me preguntó: “¿Vivís como pensás, o pensás como vivís?” Y aunque quisiera contestarle con soltura que acomodo mi vida en función de cómo la pienso -por más de que esa vida que elijo sea en base a un camino duro- todavía no me animo a hacerlo: creo que estaría siendo hipócrita. Por otro lado, un amigo más grande, un escritor a quien escucho mucho, otra vez me dijo: “El ego lo destruye todo, si hacés las cosas para que te las reconozcan, te volvés un esclavo.” Y, del mismo modo, tampoco pude decirle que sí, que estaba tan de acuerdo con su idea y que soy tan fuerte en mis decisiones, que conseguí eliminar mi ego absolutamente.
Pero aunque no me resigno, porque insisto en intentar ser mejor que yo, me encuentro en esta aventura de escribir con un debate interno que me lleva desde la racionalización absoluta hasta la verdad de las emociones. No puedo creerme escritora -¡el universo me libre de semejante encasillamiento soberbiamente erróneo!-, pero sería necio y falsamente humilde decir que no me interesa publicar lo que escribo, o algún día poder describir yo misma los síntomas que mis manías dejaron como huella; es decir: quiero ser escritora. Y, sin embargo, al mismo tiempo estoy convencida de que nada bueno sale de esta idea de perseguir el Ser como premisa. También asumo: abro libros e investigo a qué edad el escritor publicó por primera vez; pienso qué hizo ese hombre o mujer antes de dedicarse íntegramente a escribir y evalúo mi vida (¡por Dios, qué ego tengo en verdad!): me pregunto si hacer trabajo de prensa de moda será digno de un escritor. Creo que no y busco anestesiarme mirando el documental de Bukowski y sus miles de años trabajando en un correo.
Hasta acá mis contradicciones y más acá, en éste párrafo, un miedo y una certeza: sé –como si se tratara de un mensaje enviado con remitente de futuro-, que esta vez terminaré de escribir la historia que empecé. Pero esta certeza me llena de un miedo inmenso y es descubrir que lo único que me importa hacer, la única actividad con la que pude alcanzar cierta disciplina, la única que me regala la ilusión de que hay algo en esta vida que puedo hacer (porque les juro que no hay ninguna otra cosa que salga de mí que sea completa y buena), acabe por ser rechazada y esa esperanza con la que vivo quede mutilada y, detrás de su muerte, deje un espacio vacío que -aquí otra certeza-, seré incapaz de llenar.