Revista Talentos

Catastro

Publicado el 09 noviembre 2012 por Cefiro

Hay palabras escritas sobre el viento de esta mañana de Noviembre. Juegan a cogerse de la mano y a soltarse. Puedo leer las que están más bajas, más cerca o más mundanas. Dicen algo sobre los sueños -qué incongruencia y qué injusto- Buscar sin saber dónde hacerlo o hallar sin pretender. Como el amor de los libros viejos. Llueve en la ciudad, como casi siempre últimamente. Me dispongo a perder la mañana en un sitio al que llaman Catastro pero antes entro a desayunar en un bar del centro. Ya casi nunca lo hago cuando en mis años de facultad ese acto era una agradable rutina. Me pido un café y media de mantequilla y pesco el Ideal. Leo que un viejo a matado a otro a garrotazos en un asilo al parecer porque se había sentado en “su” sitio. Qué geniazo, diría mi madre. Las demás noticias son de política y de deportes. Poca chicha así que saco mi cuaderno para anotar eso de los sueños que traía el viento y un par de versos tan intrascendentes como necesarios que me vinieron a la cabeza mientras conducía. Llego al Catastro. Es mi primera vez allí. Un sitio frío, una Administración como tantas. En esta se registran los bienes inmuebles y yo he de resolver un problema antes de que me cueste el dinero. He de solicitar una alteración catastral. Parece esto algo malo pero no. El guardia jurado me indica que debo coger número para que me atiendan. Cómo no. Una vez tengo mi turno asignado, el 89, me siento en unos bancos delante de una pantalla en donde van saliendo las asociaciones número-mesa de atención al cliente. Es lo más parecido a una sala de espera de un hospital pero sin mal cuerpo. Todos miramos a la pantalla. Parece que estamos esperando a que aparezca el gordo de la lotería de Navidad. Y si grito ¡¡¡Premio!!! ¡¡¡Soy rico!!!! ¿se reirían? Da igual. Mejor no lo intento. Cuando me dispongo a sacar mi libro para pasar el rato, un viejo se sienta a mi lado y se me pone a hablar. Maldición. Uno de esos viejos pesados que entablan conversación con todo el mundo. Gente que necesita la comunicación verbal para subsistir. Gente que necesita imperiosamente y a todas horas que otros la escuchen. Me cuenta que hasta su jubilación fue pastor. De ovejas. No cura. Y que cuando vendió el rebaño se compró una finca la cual se olvidó de registrar en el catastro y claro, los impuestos asociados a la misma no le llegaban a él sino a su antiguo propietario, que estaba muerto. O sea que debía una pasta el hombre. Me habla también de la luna y de lo que de innato tienen los perros para cuidar de otros animales. Me acuerdo de aquel poema de Pessoa -Caeiro concretamente- pero no se lo recito. Yo le digo que tengo querencia por la oveja descarríada más que por el rebaño, más afinidad por el cielo que por la luna, por lo que no se mueve que por lo que corre. Caigo en la cuenta de que de ahí el amor. Porque no se deja. Como Sabino y el Loco, ¿qué más da si te dije perro judío, tío? Eso es discrepancia constructiva. El gran problema de España es que se folla mal y se discute peor. Hay que discutir con el cuchillo afilado y a muerte pero siempre sabiéndose profundamente humano. Ayudar a tu enemigo como a un hermano. Y lo mismo follar. Follar a sabiendas de su importancia, follar como si fuera la última vez pero no como en Gandía Shore, no como niñatos, no pensando en el sexo para el sexo. No. Hay que entrar a follar como si accediéramos al paraíso. Intentando mantener la memoria en la vigilia. Alguien dijo que lo que faltan son soñadores y que lo que sobra son intérpretes. Faltan viejos que maten por amor. ¿Hay algún crimen más entendible? No creo que este viejo mío, el que me habla, hiciera eso nunca. Me acuerdo de la noticia del periódico, del viejo de los garrotazos. No creo que mi viejo hiciera eso tampoco. Por no hacer no hizo ni el regisro en el catastro de la finca que compró. Me llaman por teléfono y aprovecho para levantarme a hablar. De esa manera, cuando termino, me siento en otro sitio y saco mi libro. Tengo entre mis manos a Proust. El hombre de la mirada tranquila. “Los placeres y los días”. Muy naïf. Muy contemplativo. Ideal para la primavera o el otoño. Para leerlo en cualquier lado. Yo estoy en el catastro. Todos siguen mirando la tele con su papelito en la mano. Yo saco a Proust. La literatura de Proust es inabarcable. Abre los brazos y entre palma y palma cabe toda la literatura universal de todos los tiempos. Abre tanto los brazos que sus dedos podrían tocarse por la espalda. 360 grados. Nadie podría si no él. La elasticidad de su prosa es abrumadora. Y su mirada es feliz. Proust habla del arte de vivir. De saber vivir. Hay que tener paciencia para leer a Proust. Hay que amar la vida para leer a Proust. Proust exige concentración. Cosa que no siempre se posee o se dispone. Pienso que poca gente puede leer a Proust en estos tiempos. Al menos bien. Pienso que la mayoría de gente que lee a Proust lo lee mal. Hace falta sentarse a leer a Proust con dedicación. A Proust hay que dedicarse. El tiempo pasa. La vida pasa mientras vamos completando la colección de errores, pérdidas y despedidas. Menudo álbum. Vamos perdiendo cintura y cada vez duelen más porque cada vez queda menos. Así, una extraña pena se va sembrando adentro nuestra. No sabemos si llamarla melancolía o nostalgia o tristeza. Nos mina. Nos merma. No sabemos hacerle frente mientras nos consumimos. Y ahí entra Proust, con su paso lento, con su parsimonia dialéctica, que parece decir: Tranquilo muchacho, que no es para tanto. Disfruta el momento. También la parte mala. Sobretodo la parte mala. Y la intrascendencia de todo. Su puta levedad que todo lo mancha. Vive el borrón de este día hasta lo que te dé el aliento. Como si fuera tan fácil. Jodido optimista Proust. El 89. Mi turno.


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