
Ya escribí sobre mi gata en anteriores oportunidades.
Pero la verdad es que no deja de sorprenderme.
Hace rato que en nuestras escapadas a la terraza la veo mirar hipnotizada a los pajaritos. Es como si ellos, con sus alas, formaran un hipnótico conjuro para captar toda su atención. Fueron miles sus intentos por atraparlos, sin éxito alguno. La razón es obvia, ellos pueden volar y ella no. Me causaba gracia su persistencia felina, sus obsesivos fracasos, su tenaz ingenuidad.
Tonto de mí.
Ayer subí a la terraza y me pareció extraño ver tantas plumas desparramadas por el piso. Sin terminar de entender, observe con horror el diminuto cuerpo descuartizado. Y al lado, elegante como siempre, a ella relamiéndose con satisfacción.
Sentí un escalofrío y varias arcadas al tener que envolver al infeliz plumífero en una bolsa de residuos. Mientras sacaba la bolsa a la calle, pude sentir a mis espaldas su mirada soberbia y arrogante, siguiendo todos mis movimientos.
Empecé a desconfiar de su salvaje instinto. Tenía a una fiera asesina durmiendo conmigo bajo el mismo techo. Y lo admito con verguenza, sentí temor.
Traté de olvidarme del asunto, y unas horas después abrí la heladera en busca de mi cena. Miré el pollo al horno reposando en la bandeja. Dorado. Crujiente. Muerto. Y entendí todo.
Entendí lo estúpido que fui en juzgarla y en horrorizarme. Estúpido e hipócrita. Porque no había diferencias entre nosotros. Los dos matamos para comer. Sólo que yo, vulgar ciudadano civilizado, jamás lo haría con mis propias manos, sino que prefiero pagarle a otro para que lo haga por mi. Cobarde trueque pseudo mafioso. En cambio ella, solita con su hambre y dueña de su instinto, se abastece únicamente gracias a su virtud cazadora. No espera, no paga, no duda. Solo actúa.
Comí el pollo y le ofrecí un pequeño pedazo. Lo rechazó rotundamente.