Revista Talentos
Celebrando la lluvia con humintas
Publicado el 14 diciembre 2012 por PerropukaAndando el tiempo, me he percatado de que la vida sólo tiene sentido realista a través de sus aromas. Mohoso talento elmío, considerando que la curiosidad olfativa es universal. Unos tienen habilidades de sabuesos, otros parecen que viven en una atmósfera resfriada o modo zombi. La mente puede almacenar miles de imágenes pero a medida que va recibiendo nuevas va desechando otras, en un continuo formateo o carrusel del olvido. Por contra, el recuerdo de un olor puede permanecer albergado en lo más recóndito de la memoria. Desde la infancia arrastro la debilidad por el irresistible aroma que desprenden las casas de adobe cuando la lluvia baña tenuemente sus paredes tibias. En una ráfaga de tiempo me siento trasportado al pequeño pueblo donde crecí, de tejados viejos y revoques de barro y yeso. Ah, cómo recuerdo el vaporcillo levantándose de las tapias donde no escalaba ninguna tupida madreselva becqueriana. Siendo estrictos, no vale que caiga un chaparrón, tiene que ser una llovizna necesariamente para que se active la memoria de la nariz, algo que no suena muy chiflado, ya que muchos me han hablado de la memoria del agua, de los músculos, de los besos, en fin.
Luego de atravesar meses de intenso calor, finalmente San Severino,se ha apiadado de este valle de asfalto. Estaba desesperado por conciliar el sueño, ni con ventana abierta y a sábana descubierta. Desde hace una semana llueve sostenidamente aunque a ritmo cansino. La ciudad ha cambiado, de azul cielo a gris acorazado con motas negras de tormenta. Y pasando por algunos lugares, el ambiente se ha contagiado de un suculento aroma de pasto de canchita de barrio. Huele a frescory mi nariz más crecida que la del Conde-duque de Olivares, lo agradece.
Por algún misterio en particular, cuando llueve se activa mi memoria gastronómica por ciertos potajes, sopas y cremas, es decir todo lo espeso. De pronto, se me antoja un desayuno de mazamorra de maíz morado con empanadas fritas de queso y para almorzar sueño con una cálida y espesa jak’alawa (crema de choclo). Justamente en estos días cercanos a la navidad es cuando sale la mejor cosecha de elotes: enormes mazorcas de tierno maíz blanco, ideales para cocinarlas enteras al agua y luego degustar su sabor dulzón con un trozo de queso a manera de postre. No comprendo cómo los yanquis le untan una gruesa capa de mantequilla o mayonesa en sus famosas barbacoas.
Pero es en estos días grises, de cielo encapotado y temperatura húmeda, cuando se me despierta el apetito por uno de los manjares que más aprecio en esta vida: las humeantes humintas a la olla, un bocado similar a los tamales mexicanos. Alguna vez he visto elaborarlas a mi madre, para ella relativamente fácil como ocurre con todas las madres, con tal de que pasen por sus manos hasta el engrudo nos sabe delicioso. A la vista de choclos en el mercadillo del barrio,con la nostalgia en modo salivando, extrañaba sobremanera las humintas de mi madre, así que hace unos días me armé de valor para prepararlas yo mismo. Viendo la receta en Internet, me dije esto es pan comido. Es que a veces lo más simple se torna complejo, por lo menos en el difícil arte de moler choclo (tiene que ser en un batán o en su defecto en un molinillo de mesa, nunca en la licuadora). Menos mal que en la cocina tenemos un molinillo americano de acero puro al cual asoma el sarro por falta de uso. Otro de mis recuerdos vívidos es el intenso e inconfundible olor de los granos de café tostado cuando un tío los trituraba en esos molinillos anclados en la mesa. Menudo invento, tan importante como el de la bicicleta: endiabladamente sencillos pero absolutamente necesarios para facilitarnos la vida. Así, me puse a rallar los choclos con el cuchillo. Instalé el molinillo y comencé la faena con la molienda, que me llevó unos minutos. Luego añadí sal, azúcar y manteca vegetal derretida y una pizca de anís a la pasta blanquecina, revolviéndola concienzudamente. Dosificando un par de cucharadas bien colmadas sobre una cama de sus propias hojas, una rebanada de queso encima, y listo, a la manera de niños envueltos. Se puede añadir también aceitunas, charque o trozos de carne seca, o pedacitos de pimiento picante. Eso sí, ponerle pasas de uva es un crimen como acostumbran algunos. Yo las prefiero con queso que adquieren un inigualable sabor al fundirse con la masa.
Las humintas pueden también cocerse al horno, en una bandeja a la manera de una tarta o simplemente sobre una hoja o chala. Saben igualmente sabrosas pero algo secas.Todo lo contrario de las cocidas en olla, lentamente al vapor. Volviendo a mi experimento, el resultado me salió algo fallido la primera vez, bastante soso por la falta de sal. Seguí las indicaciones al pie de la letra pero tal vez olvidé la dosis de “mucho cariño” de una cocinera local que tiene su programa de televisión. Ayer, con el tiempo brumoso, la cosa me salió mucho mejor. Y la próxima a seguir superándose. Nada de esperar a que se enfríe y mucho menos con la impagable compañía de un tinto café.