Estábamos acostados en mi cama. Los dos mirábamos el cielo raso lleno de manchitas. Era invierno si mal no recuerdo, tenía el acolchado puesto. Acolchado que me costaba lavar, que tenía quemaduras de puchos y algunas manchas de humedad. La tele estaba de fondo, algún tipo gritaba. Era domingo a la tarde. Ya habíamos hecho todo lo que se nos había ocurrido juntos. Éramos jóvenes para tener hijos pero habíamos pasado por el vértigo del Evatest. No teníamos tampoco la estabilidad económica que tranquilice nuestras estructuras mentales. Viajamos, salimos, comimos, vimos miles de películas,noches llenas de estrellas. Lloramos, mucho. Lo hombres lloran peor porque no se contienen, porque se averguenzan de su debilidad. También sonreímos, cocinamos, tuvimos secretos. Solucionamos problemas. Hasta intentamos ahorrar monedas en un frasquito. Y ahí en esa pieza húmeda nos dimos cuenta que no sabíamos qué más hacer.
-Qué hacemos
-No sé
-Está todo bien ¿no?
-Si claro, ¿vos estás bien?
-Yo bien, pero ¿qué hacemos?
-No sé, nada. Que se yo
-Bueno me voy
-Bueno andate.
Una vez que se fue me puse a pensar. Empecé a imaginar, de ahí me cayó la idea de que habíamos estado tan concentrados en amarnos que nos habíamos pasado de alto a los otros. En los otros estaba la respuesta, en los celos. No compartí con ella mi conclusión sino que la llevé a la práctica.
Empecé con lo clásico ¿Donde estás? ¿Con quién estás? ¿Quien va a ir? Esa pollera es demasiado corta. Ella replicó con un “siempre preferís estar con tus amigos”, “quien es esa mina que te escribe”. Ella conocía el juego, lo llevaba a la perfección. Teníamos discusiones inigualables, deliciosas, con golpes bajos, gritos, llantos, amagues de separación y el abrazo final que cerraba el cuento. Luego empezaron las prohibiciones de lugares, de personas, las requisas, los personajes imaginarios, la prohibición de ver ciertas estrellas de hollywood. Creo que llevamos los celos a la perfección. No llegó al punto de cortarme los genitales ni yo de hacerle un corte en la cara que dijera que era mía, pero discursiva y actoralmente llevamos el género de los celos al punto más alto. Tres años alargamos la cosa con esto de los celos. Lo disfrutamos, habíamos llegado a sentirlos. Traían una euforia, unos nervios y un sufrimiento inigualable. Pero como todo lo bueno, termina. LLegamos a un punto en que ya nada nos daba celos, los arreglos de cada discusión habían tabicado cualquier argumento. No construimos nada más que eso y se empezó a notar en silencios.
En invierno agotados todos los recursos volvimos a la habitación húmeda, esta vez con un caloventorcito. Mirábamos otra vez el cielo raso.
-Qué hacemos
-No sé
-Está todo bien ¿no?
-No, estoy un poco aburrido, ¿vos estás bien?
-Yo también ¿qué hacemos?
-No sé, nada. Que se yo. Podríamos tener un hijo o ir a vivir juntos.
-No quiero, creo que en este punto ya no te amo.
-Yo no sé.
-Bueno me voy
-Bueno andate.
Ahí no volvió más. Empecé a imaginar otra vez. ¿Que andarás haciendo? ¿En qué andarás? ¿Soy el mejor? ¿Me extrañás? Seguro que ni me pensás, seguro que te estás cogiendo a medio pueblo, siempre fuiste una trola. Y ahí me relajo, los celos me dan el sosiego necesario, algo en que pensar. El mundo dice que no es sano, yo pienso que es amor y si no se cela no se ama. Y pensando eso me duermo, satisfecho y amando