Llaman a la puerta para ver si ya estás listo e ir a casa del familiar en cuestión (este año toca en casa de un hermano). Vale, aquí hay una diferencia con las féminas: nosotros no abrimos la puerta con el pelo revuelto, ni bigudís, potingues en la cara o cosas por el estilo; simplemente en calzoncillos, con calcetines y zapatillas, eso sí, pensando que leche nos ponemos para que no nos digan que siempre vamos de cualquier manera, que no pasamos una plancha ni para enseñarla y que así nos va.
Después en la comida familiar, parecido. A los treinta tu hermano mayor (con el que te peleabas de pequeño y que siempre es el ejemplo que te ponen los demás) te pega un codazo y te dice: “No hagas caso, tío, aprovecha a vivir la vida que después ya no te dejan ni respirar”.
Pero pasan los años, te casas y te divorcias (sin tocar el tema de hijos, que eso ya es otro cantar y no de juglaría precisamente). Al principio te ven hundido y te dicen que todo se supera y que tú también lo harás. Sin embargo, cuando ya has entrado en los cuarenta y tantos, la charla ya es otra.
Tu cuñada, te saca a colación que vio a tu ex “que ya está casada de nuevo, muy bien, y que tú sigues sin sentar la cabeza”. Después ya viene el… “Pues si sigues igual por algo será ¿Lo has pensado? Claro, con ese carácter es normal que nadie te aguante”.
Pero ¿qué carácter? Lo que ya estás es harto y le contestas mal a todo el mundo. Tú sólo quieres pasar una noche más, impuesta por las dichosas fiestas navideñas, sólo eso. Sin que te acribillen a preguntas, comentarios estúpidos, indirectas y puñaladas traperas.
¡Coño que sólo es una noche!
¿Y la comida de empresa? Bufff
El jefe con sus indirectas, el pelotas intentado llevar la pelota a su terreno, el lapa pegadito y queriendo aprovechar tus relaciones, el “masterizado” haciendo gala de todos sus conocimientos adquiridos en tanto Master (aunque para ello se olvidó de que existía algo llamado vida) y el cotilla se pasa la vida pegado a todo el mundo y cascando todo lo que escucha.
Las Chicas, algo increíble. Algunas no parecen las mismas, llevan más capas que las cebollas.
Y piensas… si la besas igual te quedas pegado a una capa de sabe dios el qué.
De repente ¡coño!, aparece la chica nueva que casi ni habías mirado, pero que no veas como está la tía. Te acercas, charlas haciéndote el interesante (no sé para qué si después se va a dar cuenta de que todo es fachada y uno es como es) y te enrollas.
La relación sigue, te encuentras genial, te escucha, charla, es inteligente, te ayuda; vamos, lo que siempre habías soñado.
Pero pasa el tiempo y sufre una metamorfosis increíble. Ya no escucha ni charla como antes, se pasa el día de mal humor, chilla por menos de nada y te dice que ya está harta de que seas tan insensible, egoísta y que no la ayudes. Pero si tú sigues siendo el de siempre ¿qué ha cambiado entonces?
Han pasado cuatro años, ya te ves en los cincuenta y sigues como estabas: sin pareja. Ya ni vas a la comida de Nochebuena para que la familia deje de darte el puñetero coñazo con lo de siempre.
Te compras algo, te lo calientas, te vas al sofá a cenar con la tele puesta (otro rollo que aguantar año tras año) y…
¡Feliz Navidad!