El Ramón Gaya que yo conocí, en los estertores de su existencia, era un hombre octogenario al que le costaba hablar. Ni siquiera para enervarse ante un interrogatorio machacón y reiterativo al que lo sometía de mañana un colega informador, en el despacho del rector de la Universidad de Murcia. Aquel día, lo recuerdo, Gaya había donado un cuadro a la institución académica y yo acudí al acto para cubrir la noticia. En el rectorado, su titular entonces, mi amigo José Ballesta, preguntaba al artista si creía que a la altura a la que habían colgado el cuadro, éste se vería bien. Con un hilillo de voz casi imperceptible, Gaya asintió como ausente. Creo que fue esa la última vez que lo vi. Hubo otras, pero no tengo un recuerdo tan nítido como el de aquella mañana en el edificio de la Convalecencia.
Este 2010 se celebra el centenario de su nacimiento. Sospecho escasez de actos y pomposidad, a tenor de la crisis que nos corroe. Es una pena. Gaya se hubiera merecido más, mucho más. Admirador de Velázquez, coetáneo de Machado, Cernuda, Bergamín o Zambrano, el artista fue eso, artista en la más amplia acepción del término, y no sólo pintor. En París se decepcionó con las vanguardias y por eso escogió al Prado como su museo. Allí colgaban Tiziano, Rembrandt, Rubens ... y Velázquez, siempre Velázquez. La guerra cruenta lo llevaría a un desolador campo de refugiados en Francia. De allí, la vida le transportaría a México, y luego a Roma. En la década de los años 60 del siglo pasado, los retornos a su patria se fueron haciendo más frecuentes: Barcelona y Valencia fueron sus puertos iniciáticos de aquella España distinta. En los 80 se instaló en Madrid, desde donde volaba cual pájaro solitario hasta París, Roma o su Murcia natal. En la década posterior se inauguraría aquí el museo que lleva su nombre. Obtuvo después varios reconocimientos nacionales e internacionales, que acrisolaron su probado prestigio.
Aquel día que refería al principio, cuando entregó aquel cuadro a la Universidad, en un acto del que yo informé en Radio Nacional de España, noté que Gaya se apagaba. Llegué a la redacción y le dije a un responsable: "Pasa al archivo estas declaraciones de Ramón Gaya. Quizá sean de las últimas que haga. Le he visto como en retirada". Por fortuna, me equivoqué. Aún pasarían meses para que el artista pusiera el punto y final a su testimonio vital. Fue en Valencia, a mediados de octubre de 2005. Apenas cinco días antes de la fecha de su óbito, y si hoy viviera, en este 2010 cumpliría 100 años. Pero dudo de que él hubiera querido llegar nadando hasta esa procelosa bahía.
"No es el amor quien muere, Luis Cernuda,
somos nosotros mismos. En un canto
te lo he visto decir con el espanto
de tener la certeza y no la duda [...]", escribió a su entrañable amigo en el lejano y crudo año de 1939.