Revista Literatura

Centinela alerta

Publicado el 08 noviembre 2011 por Gasolinero

Contrariamente a lo que hacían mis coetáneos, un servidor siempre ha intentado hablar lo menos posible del servicio militar. La mili era un tema recurrente en cualquier conversación masculina que se preciase, sobre todo si en el transcurso de la misma se habían trasegado varias arrobas de vino por barba. Por regla general todos los que hablaban —y hablan, que aún te puedes encontrar alguno, descuidado lector—de esa época era para glosar las virtudes de la misma: el buen destino que tuvieron, las pocas guardias que hicieron y lo bien que los trataban los jerifaltes de aquello. Uno, que de haber sido más valiente hubiese sido objetor, no posee, ni ahora ni entonces, ningún espíritu militar. El año y pico de servicio a la patria con minúscula (ya que en realidad serví los intereses de cierto teniente de complemento, de profesión decorador, de largo apellido y escasa talla, que estaba al cargo de la oficina donde fui destinado) fue un martirio, la idea de obedecer por obedecer me hundía, amargaba y sublevaba. Observaba como esa disciplina envilecía a muchos y aquello me atormentaba: hombres como templos doblegados por normas incoherentes. Recuerdo un compañero de oficina, que en una suerte de libro de visitas en el que los miembros de cada uno de los reemplazos que pasaron por allí, llenaban una página del mismo con aleluyas, dibujos, firmas y dedicatorias, escribió «Dónde no quisiste estar, nunca dejes huella». Fue nuestro desquite contra el sistema.

La remembranza militar y el episodio que voy a relatar, me ha venido esta tarde al evocar el olor del Zotal, que de vez en cuando vuelve a las pituitarias y la memoria a pesar del tiempo transcurrido.

Un día de guardia y olor a insecticida de cuadras, me tocó puesto en el calabozo. Era un antro infecto, contrario a cualquier convención sobre prisioneros anterior a la guerra franco-pusiana y por supuesto, atentaba contra cualquiera de los derechos humanos. Cinco celdas, en las que solo cabía una cama, con rejas por puertas que daban a una especie de hall. Ahí se ponía el centinela. El olor era insoportable e indescriptible. En las celdas había tres presos, no paraban de gritar. Todos esperaban juicio y condena en prisiones militares. Estaban sin camisa, sólo con el pantalón sin cinturón y las botas sin cordones. Allí estaría un servidor durante dos horas.

Había un tipo, quien más gritaba, que tenía los brazos escayolados hasta los hombros como prevención a sus constantes intentos de suicidio. Hacía movimientos repetitivos, acompañados de gritos también reiterados. Levantaba los brazos y balanceaba el cuerpo hasta dar golpes en la pared, parecía un autómata de reloj, aullaba:

—¡¡Cómo están las cabras!!

Creo que le decían Madriles. A lo mejor no. Al poco de entrar de puesto les llevaron el almuerzo, el tipo de alguna forma que se me escapó, consiguió que quedase abierta la puerta de la celda. En un momento determinado la abrió y salió de ella, viniendo hacia dónde un servidor avizoraba. Al verlo salir un escalofrío me recorrió la espina, intente encañonarlo como pude.

—Centinela ¿me vas a matar?

Aquellas palabras me paralizaron aún más. El tipo seguía avanzando hacía mí, inquebrantable; me veía desarmado y baleado y si salía vivo de aquella, preso de por vida en un penal militar. Cuando llego a mi posición, me dio un abrazo, que parecía el de Robocop y me dijo:

—Tranquilo centinela, sólo quería estirar las piernas. —y me solicitó a continuación— Por favor, no le digas a nadie que la reja está abierta.

Todavía quedaba hora y medía de puesto: los noventa minutos más largos de mi vida.

P.S.

Las piedras las truje yo

www.youtube.com/watch?v=vWAmBEor6gg


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