Revista Literatura
Cero
Publicado el 09 diciembre 2013 por XabelgEl, dejó de escribir, el martilleo de la vieja Olivetti, le estaba levantando dolor de cabeza. Alzó la vista y vió un montón de papeles desperdigados. Los mundos y las vidas que había ido inventando en la ficción tomando por asalto la mesa en la que estaba trabajando.
Esa habitación, presidida por un controlado caos. Vió su propia imagen en un pequeño espejo, colgado torcido, en la pared. Dedicó unos instantes a examinar su propia imagen. Las gafas de pasta, amplificaban la tristeza de su mirada, en un marrones ojos sin brillo ni chispa. Su escaso cabello negro, ya estaba notablemente salpicado de canas, como escupitajos plateados que le hayan alcanzado, lanzados por la vida, y que no podía limpiarse. Su cara, comprimida sobre si misma, hacía semanas que no recibía la visita de hoja de afeitar alguna, ni nada parecido.
Se levantó, a por otro café, y a fumarse otro cigarro, pensando en lo que estaba haciendo, y en lo que podría hacer. Lo que hacía, era demasiado poco. Aquel lugar donde vivía, estrangulaba todo lo que podía hacer, era un desierto en el que sólo medraban unos pocos personajillos tan pretenciosos, como limitados, pero que se habían procurado su lugar bajo el solo a fuerza de lametones anales a las más ilustres fuerzas de la población.
Ese era el problema, aquella pequeña ciudad gris y tristona, que antaño le había visto nacer y cobijado, pero que con el tiempo se había tornado fría y despiadada, que llegaba a intentar asfixiar a sus propios hijos, tan destructiva como alguna de las microsectas que en ella moraban, que siempre se esforzaban en apoderarse de todo lo que brillase, y destruir todo lo demás.
Aquello se estaba tornando completamente insostenible, el ambiente allí era irrespirable, tóxico en extremo. Se sentía como atrapado en un fuego cruzado, en el que podía ser abatido desde cualquier ángulo.
Todo era para él allí un cúmulo de pequeñas incomodidades, que se le iban acumulando. La de ese momento, era que el maldito filtro del cigarro se le pegaba al labio mientras el humo se le introducía directamente al ojo. Parecía que últimamente se le pegaba todas las sensaciones nocivas, sensaciones que amenazaban con encogerle el corazón, si continuaba en aquel gélido infierno. El constante frío, potenciado por el enrarecido ambiente, se le clavaba como una gigantesca estalactita de hielo, directa y brutalmente, en su pecho.
El perro parlante se había ido, para no volver. No quedaba nada en aquel lugar para él, sólo recuerdos del pasado, y disgustos del presente, con un futuro muy incierto, o quizá demasiado cargado de una negra certeza.
Tenía que moverse, y hacerlo cuanto antes, para que su bohemia y romántica existencia solitaria no sucumbiera ante las punzadas del hambre y del deprimente entorno, que le acabaría matando.
Pensó, sopesó sus posibilidades, y le entró el pánico ante la idea de continuar allí. En ese momento, la decisión estaba clara, había que salir de allí cuanto antes. No quería seguir transitando por aquellas tristes calles como un espectro, sin saber si era sólido o intangible. No, cuando una vida de verdad le esperaba en otro lugar, y el necesitaba esa vida.
El que hubiese nacido en aquel lugar, no implicaba que fuese a convertirse necesariamente en su tumba. Iba a poner fin a las angustiosas noches que pesaban como una enorme losa, y a los días en el que un sordo dolor no se le despegaba. Iba a dejar aquella ciudad prisión.
Buscó en el trastero su vieja y fiel mochila, inactiva desde hacía algún tiempo atrás, y la rescató del olvido. La relleno con lo mínimo imprescindible para correr ligero, ropa documentación, y un par de libros. Dejaba fuera de su equipaje el sufrimiento, el aburrimiento, y la angustia.
Al día siguiente, emprendería la marcha, sin mirar atrás, lo que allí quedaba ya no importaba, la casa en la que vivía no era su casa. Se iba, a construirse una vida. Seguía a su corazón , que no se equivocaba.Lanzarse a la carretera una vez más, excepto por que esta era la ocasión definitiva, sabiendo, al fin, cual es su lugar en el mundo, un lugar que no se encuentra en ningún punto geográfico concreto.
Se marchará sin estridencias, sin despedidas multitudinarias, ni orquestas musicales, discretamente, tan sólo como un habitante que deja esa pequeña ciudad gris. Dejar atrás esas tierras, malas tierras, en las que un día, en un instante, acabará por congelarse la vida por completo.
Meterá su escuálido equipaje en un vehículo, y volará rumbo a un lugar desconocido en busca de un destino largamente soñado. Empezar de cero, correr tras sus sueños, alcanzar la felicidad donde sabía que se encontraba. Buscando el trozo de sí mismo que sabe que le falta, el que le devolverá la vida.