Fernando Muñoz
Sinpermiso.info
La actual Constitución de Chile no tiene nada de republicana, y muy poco de democrática. Aquí explicaré las razones de dicha afirmación.
El Golpe de Estado de 1973, como es sabido, vino a cambiar el orden constitucional participativo que le precedió. Desde luego, no lo hizo de manera abstracta y repentina; le precedieron y sirvieron como contexto las profundas convulsiones sociales y políticas nacidas del conflicto entre quienes querían paralizar el proceso de transformaciones en curso y quienes querían profundizarlo y radicalizarlo. Tales convulsiones, que con mayor o menor intensidad estuvieron presentes durante toda la vigencia de la Constitución de 1925, alcanzaron su apogeo durante el gobierno de Salvador Allende. Como consecuencia de esta intensa lucha, ámbitos de lo social normalmente situadas fuera de lo político fueron arrastradas con pasión y sin reparos hacia el ojo del huracán. Como es de esperar en estas circunstancias, la historia de la Unidad Popular está llena de complejidades y polémicas jurídico-políticas irresolubles, algunas de las cuales examinaremos aquí. Ellas jugaron un papel central en la construcción de una retórica justificadora del Golpe que, a su vez, terminó transformándose en la matriz política del orden constitucional que todavía nos gobierna. Sin una hábil utilización de dichas complejidades, que involucró su simplificación mediante una narrativa que ponía a Allende como destructor de la legalidad y a la Junta como su redentora, la dictadura militar jamás podría haber logrado las importantes transformaciones que llevó a cabo, ni mucho menos codificarlas a través de una multitud de leyes y una Constitución que sigue determinando hasta nuestros días las reglas del juego democrático. Para ponerlo gráficamente, sólo una fuerza muy grande podía desviar a la sociedad chilena del rumbo republicano, democrático e igualitario en que estaba marchando. La retórica antimarxista –y, en consecuencia, antiigualitaria– de la Junta Militar fue la palanca que le permitió lograr dicho desvío; y la Constitución de 1980, el carril que le permitió darle fijeza e inmovilidad al nuevo rumbo. una cierta cultura constitucional, que podríamos caracterizar como excesivamente juridificada, y una cierta cultura política, que podríamos caracterizar como fundamentalmente neoliberal.
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Neoliberalismo es, desde luego, un término mirado con escepticismo por el discurso público hegemónico –el de los protagonistas de la institucionalidad y los grandes medios de comunicación–, el que pareciera desearlo confinado a los arrabales de la izquierda extrasistémica. Es importante, en consecuencia, entregarle legitimidad discursiva a este término mediante una definición razonablemente precisa de él. Así, en este libro entenderé por neoliberalismo a aquel programa institucional que propugna un Estado mínimo en el contexto de la sociedad contemporánea. La expresión ‘neoliberalismo’, en consecuencia, indica que aquel consiste en un retorno a las lógicas de contención y reducción de la interferencia estatal propias del liberalismo decimonónico, y sugiere la existencia entre éste y aquel de una fase de intervencionismo por parte del Estado en la sociedad y la economía.
Un rasgo particular de la etapa neoliberal es que, en ella, las lógicas industriales han penetrado en espacios sociales que, en la etapa liberal clásica, pertenecían al ámbito de lo íntimo, particularmente de lo familiar, y que con el advenimiento del intervencionismo fueron paulatinamente incorporados al espacio de lo público a través de su regulación o provisión por parte del Estado. Posteriormente, el neoliberalismo traspasa estos espacios al plano del mercado. Este transcurso histórico –formulado, desde luego, en los términos amplios que caracterizan a la construcción de ‘tipos ideales’ en las ciencias sociales– se observa en la salud, la educación, la previsión social, e incluso en la cultura.
La transformación consistente en el repliegue y reducción del Estado implica la creación de oportunidades para el surgimiento de nuevos emprendimientos que, empleando la lógica de la economía de escalas, permiten la consolidación de nuevos grandes grupos económicos. La privatización de servicios en red (sanitarias, electricidad, telecomunicaciones), la apertura a los privados de áreas antes estatalizadas o al menos publificadas (el sistema universitario, la televisión, la previsión social y de salud), ejemplifican estos frutos del neoliberalismo. Así se incorporan a nuestro panorama las Instituciones de Salud Previsional (ISAPRE), las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), y las universidades privadas masivas. Adicionalmente, participa de la lógica neoliberal el descuido de los servicios públicos que compiten con alternativas privadas. En el Chile de hoy la precariedad o insuficiencia del transporte público y de la educación municipalizada lleva a que al superar un cierto umbral de ingresos, los chilenos prefieran movilizarse en vehículos de su propiedad y enviar a sus hijos a la educación particular subvencionada o pagada, creando nuevas oportunidades de negocio y consumo. Por esto, lo que distingue al neoliberalismo es un rasgo perteneciente al plano político antes que al económico: en el Estado neoliberal, la institucionalidad pública pasa a ser funcional a la expansión de los grupos económicos. Lo propiamente neoliberal es, en consecuencia, la actividad de reformar el aparato estatal y regulatorio para favorecer tal expansión.
La organización de los poderes públicos y la definición del contenido, límites y exigibilidad de los derechos constitucionales, en consecuencia, es el espacio donde se define el carácter neoliberal de una sociedad. Por lo tanto, el neoliberalismo tiene una importante expresión o correlato constitucional que se expresa, entre nosotros, en la Constitución de 1980. En este plano, la principal alternativa al neoliberalismo consiste en una ordenación constitucional de carácter republicano. Una concepción neoliberal de la sociedad contrasta en diversos aspectos con una concepción republicana. El neoliberalismo encomienda al mercado la satisfacción de necesidades, tales como la educación o la salud, que el republicanismo concibe como derechos sociales asociados al estatus ciudadano. El neoliberalismo entrega favorece una cultura individualista y, como consecuencia de ello, jerárquica, mientras que el republicanismo reivindica la construcción de espacios comunes. Finalmente, el neoliberalismo acepta sin problemas la desigualdad económica y social, mientras que el republicanismo considera que ciertos tipos de igualdad material son un prerrequisito para la efectiva existencia de un sistema democrático de gobierno. En todos estos ámbitos, el neoliberalismo opta por disolver los vínculos colectivos que hacen posible el surgimiento de la política.
La crítica del sistema educacional chileno forma parte esencial de la crítica del neoliberalismo chileno. Para darnos cuenta de hasta qué punto esto es así, revisemos una observación formulada por Eugenio Tironi a principios de la década del 80, en pleno proceso de imposición de las reformas neoliberales. En aquel entonces, Tironi caracterizaba el proyecto neoliberal de la Junta Militar como “un proyecto macizo, que ha logrado un alto nivel de sistematización del sentido común capitalista y una gran eficacia en la implantación de pautas conductuales que lo reproducen”. Es, precisamente tal “sistematización del sentido común capitalista” y tal “implantación de pautas conductuales” lo que permite sostener que la imposición del neoliberalismo fue, en última instancia, exitosa. El neoliberalismo, gracias a esa sistematización e implantación, se perpetúa y se conserva solo.* Ellas le permiten combinar espacios de disciplinamiento a nivel colectivo con espacios cotidianos de microdisciplinamiento. Ahora bien, ¿dónde encontramos hoy en día tal codificación del sentido común –ya, a estas alturas– neoliberal? ¿Dónde encontramos dichas prácticas replicadoras?
Un ámbito donde se observan la codificación y la praxis neoliberal es, ciertamente, en la facticidad del proceso económico, el cual al no ser cuestionado es capaz de sustentar su propia normatividad. La posibilidad que todos tenemos de ‘emprender’, así como la experiencia individual y cotidiana de trabajar y ahorrar, legitiman, mediante su proyección a gran escala, el emprendimiento y la acumulación de los grandes grupos económicos. Así se sientan los fundamentos morales, a nivel social, del “derecho a desarrollar cualquier actividad económica” contenido en el artículo 19 Nº 21 de la Constitución. Si yo puedo ganar dinero con mi trabajo, ¿por qué no habría de poder hacerlo también el gran empresario? Por esto, para quienes hemos crecido en un contexto neoliberal, la discusión y crítica de la acumulación a gran escala requiere considerables esfuerzos intelectuales; pues suponen la capacidad de alejarnos de aquello que nos parece tan obvio, tan evidente, tan natural. Criticar al neoliberalismo exige demostrar que no es ni obvio, ni evidente, ni natural que algunos concentren tanta propiedad y, como consecuencia de ello, tanto poder político.
El ámbito de la producción y la acumulación, sin embargo, no es el único espacio en que se codifica y perpetúa el sentido común neoliberal. La educación, transformada en un proceso de certificación de competencias para el ‘mercado laboral’, también lo es. Los numerales 10 y 11 del artículo 19, según explicaré, contienen preceptos y principios que recogen una concepción patriarcal y mercantil de la educación; y la estructura del sistema escolar y universitario, que estratifica a la sociedad chilena según su poder adquisitivo, constituye el espacio por excelencia de reproducción del sentido común neoliberal mediante pautas conductuales. En efecto, en la sociedad de hoy la principal virtud de la educación pareciera ser su capacidad de ayudarnos a ascender en la pirámide socioeconómica; la gran promesa del sistema educacional chileno no es la integración sino el ascenso o ‘movilidad’ social. La educación –quizás incluso más que la economía, debido a lo subrepticio de su obrar– es el espacio de codificación y reproducción del sentido común neoliberal. Es el espacio de microdisciplinamiento por excelencia.
Durante las últimas décadas, el proyecto neoliberal ha reinado indiscutido en nuestras instituciones, salvo cuestionamientos superficiales y más bien retóricos. Este fenómeno tiene relación, desde luego, con las estructuras y restricciones constitucionales. Esto incluye diversos preceptos contenidos en el artículo 19: requisitos especiales para la creación de empresas del Estado, la intensificación de la protección del derecho de propiedad, los condicionamientos a la potestad tributaria, el debilitamiento de la sindicalización al ‘garantizar’ su voluntariedad, entre otros elementos. A esto se suma la existencia de recursos judiciales de carácter especial para la protección de libertades negativas y de la propiedad, el recurso de protección, así como de la libertad económica, el así llamado recurso de amparo económico. Y como parte de un proceso de limitación de la expresión legislativa de las mayorías, la Junta dio a luz a un Tribunal Constitucional dotado de la capacidad de revisar de manera preventiva las leyes orgánicas constitucionales, así como de intervenir en el proceso legislativo cada vez que un grupo de congresistas así lo solicite. Este Tribunal, en consecuencia, es no sólo en un censor de la legislación sino también un arma preventiva en manos de las minorías parlamentarias preocupadas por la preservación del statu quo. Con todo ello se juridifica al neoliberalismo, sustrayéndolo del espacio de lo político; y lo jurídico, como queda dicho, es concebido en nuestra tradición como opuesto a lo político. Si lo político es el reino de la libertad y lo inesperado, lo jurídico es el dominio de la certeza y la predictibilidad. Como resultado de esta juridificación del neoliberalismo, la despolitización característica de una dictadura militar –donde la discusión de las reglas del juego por parte de los ciudadanos está proscrita mediante la fuerza– se prolonga hasta la actualidad.
Sin embargo, no sólo ha habido restricciones procedimentales de carácter constitucional sino también un abandono de las banderas igualitarias del republicanismo. Y como consecuencia de ello es que, en lo político, el gradualismo y la moderación que caracterizaron a la conducción concertacionista durante la transición permitieron que las bases fundamentales del neoliberalismo impuesto durante la dictadura permanecieran incólumes. En gran medida, esto se vincula con la eficiente defensa de los enclaves autoritarios que los partidarios de la Junta Militar hicieron desde los enclaves mismos. Así, si bien se lograron modificar vicios antidemocráticos de la Constitución, tales como la proscripción de los partidos de izquierda en 1989 o la institución de los senadores designados en 2005, tales modificaciones fueron el resultado de procesos paulatinos de negociación y transacción que tomaron años y que, en algunos casos –piénsese en el sistema electoral y la existencia de un quórum supermayoritario para la aprobación de leyes orgánicas constitucionales–, todavía permanecen inconclusos. Mientras tanto, en materia de derechos constitucionales: el contenido y contorno de éstos, y la jerarquía existente entre ellos, permanecen prácticamente idénticos desde la época de la dictadura. Lejos quedó la época en que los proyectos políticos sometían a discusión el contenido del derecho de propiedad o los contornos del proyecto educacional; hoy la protección de la propiedad y el derecho a desarrollar actividades económicas reinan de manera indiscutida por sobre el resto de los bienes y valores que integran la constelación constitucional.
La Constitución misma ha sido tratada por sus críticos con moderación; si es que no con acostumbramiento y conformismo. Como resultado de dicho gradualismo y moderación, el neoliberalismo implantado por la vía de la fuerza durante la dictadura permanece incuestionado en la actualidad. Por si fuera poco, parte de la dirigencia concertacionista hoy figura conspicuamente en los directorios de empresas que abusan de los consumidores o universidades inspiradas en el afán de lucro. Si el proyecto concertacionista a fines de los 80 era cambiar el sistema desde adentro, dos décadas después pareciera ser que el sistema logró cambiar a la Concertación por dentro.
Fernando Muñoz es Doctor en Derecho, Universidad de Yale. Profesor, Universidad Austral de Chile. Editor de http://www.redseca.cl , Revista de Actualidad Política, Social y Cultural.
Tomado de: http://www.sinpermiso.info/