Frances McDormand en Nomadland
El temple feminómada sólo ambiciona y logra ser, en principio y nada más ni nada menos, que las nuevas Viñas de ira de Steinbeck/Ford (40) del siglo XXI, la gran saga épico-trágica de la contradictoria crisis económica actual en el país más rico del planeta, su retrato personalizado en Fern y su caricatura viviente y tronante, continuando y confrontando la devastadora Gran Depresión con la Gran Recesión devastada, a manera de road movie miserable, con el protagonismo de los errantes oprimidos y olvidados desechos humanos subrepticiamente evacuados en serie, su revelación intempestiva, su dolorosa existencia virulenta y ultrajante, porque al fulgor de los atardeceres mortecinos, fotografiados con gélida luz natural irremediable por Joshua James Richards y resonando con la minimalista música posNew Age de Ludovico Einaudi, su tristona heroína se erige sin dificultad como representante sentada y canalizadora de los dos grandes ¿y únicos? temas del cine contemporáneo según el brechtiano Dort, a un tiempo el soldado perdido y la conciencia vulnerada, la combatiente solitaria sin ejército ni guerra tangible y la conciencia vulnerada en la melancolía o en la nostalgia inveterada y la ansiedad de lo no-vivido que se refleja en cada actitud y gesto de la frágil energía vibrante de McDormand allí donde la autoconsciencia-portavoz del relato que era el sabihondo Bob se revela tan vulnerado como ella a causa del suicidio de un hijo.El temple feminómada hurga en la mentalidad nómada como prerrogativa esencial de emergencia tanto como doble naturaleza femenina, recordando a La salamandra emblemática del suizo godardiano Tanner (71), proponiendo en acto la vívida condición y el significado abismal del concepto de nomadismo en tiempo presente e intemporal, el nomadismo y su ostentosa imposibilidad de arraigo, su compulsiva e imparable condena al desplazamiento geográfico monstruosamente acotado, sus asentamientos siempre perentorios, su comportamiento necesariamente a la defensiva, sus relaciones efímeras pero profundas y espontáneas y solidarias, sus choques no buscados contra la hostilidad sedentaria de acuerdo con la idea de Deleuze-Guattari (Mil mesetas), su consistencia como forma de resistencia y rechazo radical, su trazo de líneas de fuga para escapar de los mecanismos de control, su poder de invención instantánea, su urgencia de cambio incesante, su ruptura íntima contra todo elemento de codificación y de cosificación, su capacidad para destruir la forma-Estado y la forma-ciudad, su fortaleza como activismo político ilimitado se reconozca a sí mismo o no, su potencial en suma como máquina de guerra contra el aparato establecido.El temple feminómada se edifica entonces mediante segmentos separables, dolorosos o sabios, una colección de viñetas a veces de una sola imagen, a la deriva del viento sobre las velas (según insigne poema recitado por Fern en un momento clave), donde el laconismo concita el arte de la concisión y la sutileza, donde la calma semeja la mayor belleza del cuerpo, en un mundo implosionado, Sin techo ni ley diría la popitinerante visionaria ensayística Varda (85) y por un Camino salvaje como el graduado dropout de Sean Penn (07), para tornarse microcósmico y rizomático por necesidad. Y el temple feminómada se propone como el tejido de los sentimientos trágicos de la vida, de los encuentros aleatorios/prefijados y las despedidas infinitas, con la seguridad de seguir dándole existencia a los muertos (“Nos vemos en el camino”) que aguardan en un recodo de la carretera invernal.Luis Ricardo