Revista Literatura

Churumuco. Tres

Publicado el 17 noviembre 2011 por Gildelopez

Churumuco. Tres.
Sí... en ciertas noches de estío, Selene conspiraba con Infiernillo. Aquella con su resplandor argentino, éste retirando sus aguas lo suficiente para que reapareciera centenaria, fantasmal, recortándose sobre el horizonte grisáceo la silueta de leyenda. Fiel guardián, el campanario de la iglesia del viejo Churumuco se alzaba de nuevo y desde las alturas de su torre volvía a presidir las calles, los cimientos de las viejas casas que otra vez emergían y se llenaban poco a poco de voces, de ecos: presencias del pasado. Un pasado vital, luminoso, ardiente. Entonces, don Celestino Torres recorría las calles casi borradas por los años bajo la tumba acuática, pero visibles, claras en su memoria. La nostalgia lo llevaba ora por callejuelas empedradas, ora por veredas polvorientas: los caminos del pueblo que generoso lo adoptó; los caminos de la tierra que fue su mortaja y en la que su numerosa prole empezó a forjar su propia, multiple historia. En su deambular encontraba añejas amistades; en cada puerta repetía el ritual de los saludos: el firme apretón de manos, el fraterno abrazo, las palmadas en la espalda. En cada casa retomaba conversaciones emotivas en torno a macizas mesas de parota en las que reposaba, en vasijas de barro, el entrañable fuego líquido del mezcal. Y los platos de frito acompañados por tamales de ceniza, las aguas frescas, el aspero gusto de las toqueras suavizado por la leche recien ordeñada, el dulzor increíble de la lechedura. La plática se alargaba por horas, reviviendo viejas historias de pasados violentos, en tierras no lejanas, territorios preñados con relatos bárbaros de enconos centenarios y odios heredados: rencores y vendettas que aniquilaban estirpes enteras. Surgían lugares, nombres del ayer. Lugares queridos, nombres amados que evocaban temores, nostalgias, querencias: Aratichanguio, Guayameo, San Lucas, Zirándaro. Sí... se recordaban días oscuros, pero también se hablaba, y mucho, del presente plácido, del brillo del futuro, de la esperanza que renacía con cada cosecha, con el lento, seguro crecimiento de los modestos hatos... Don Celestino Torres caminaba, reviviendo en cada esquina, en cada recodo sus propias historias, parte importante, complementaria de las de sus antiguos vecinos. Volvía al lugar de su tiempo feliz...aunque decir que volvía tal vez no sea exacto: desde su llegada a estas tierras, luego de cruzar el Balsas/Jordán, jamás se marchó. Su tiempo terminó y su cuerpo físico enriqueció el suelo que él decidió amar y su presencia inmaterial quedó para siempre entre las aguas de la laguna en que se convirtió el poblado. Don Celestino Torres caminaba por las calles de esa Pompeya calentana que Infiernillo liberaba por breve tiempo. Caminaba y... sigue caminando. Llega a veces al pie de la torre y a las puertas del viejo templo se reúne con su amada Matilde. La adorable Matildita que platica con su amiga Inés Reyes. Don Celestino besa la frente de Matildita y saluda a doña Inés, a quien pregunta por Luisito, hijo de ella al que él no ha visto desde que partió al seminario hace ya varios años. La alegría, el amor filial inundan a Inesita cuando le cuenta que su hijo es arzobispo de San Luis Potosí, y que muchos dicen que "ya mero" va a ser obispo de Roma. Por sobre el aire lleno de conversaciones resuenan de pronto los cascos de un corcel. El amistoso trío calla, reverente, para contemplar al jinete, visitante de un pasado aún más remoto que el de ellos. El antiguo párroco local emprende una vez más su larga jornada. Un paño rojo, fuertemente anudado mantiene a raya el sudor de su morena frente y cubre su hirsuta cabellera. Nuevamente, eternamente, el modesto cura parte hacia su cita con la gloria en Indaparapeo. Don Celestino se disculpa unos momentos y el par de amigas reanudan su charla, mientras él ingresa al templo. Respetuosamente, se despoja del cinturón que sostiene un pesado revólver, lo coloca en un banco junto a la puerta; se quita el sombrero, descubriendo el blanco cabello que lleva muy corto. Sombrero en mano, llega al centro de la nave y vuelve a ver, a vivir el luminoso mediodía en que llegó con su hija menor hasta éste mismo altar. La recuerda saliendo después por la puerta principal, del brazo del joven comerciante que se la llevó a vivir al lejano Tacámbaro. A sus oídos llega claramente la música, el jolgorio de las celebraciones. Vuelve a él aquella agridulce sensación: la alegría con tintes de tristeza por la separación de su niña, de su "güera". Revive esos momentos y una sonrisa distiende las facciones de su rostro curtido por mil soles; su recia mirada se ilumina con ternura. Sí... en algunas noches de estío mi abuelito Celestino vuelve a contemplar el inicio de mi historia.... Santa Ana, CA, 2, noviembre, 2011.


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