Ciclismo

Publicado el 22 marzo 2011 por Gasolinero

Un día la gasolinera en la que trabajaba pasó a formar parte del patrimonio de una de las mayores compañías del mundo. Erróneamente el jefe de explotación consideró, como han hecho casi todos, que uno tenía cualidades, en este caso para dirigir la estación de servicio, dejándome al cargo de la gestión de la misma.

Eran los años en los que los surtidores pasaron de vender solo correas de ventilador y líquido de frenos a comerciar con cualquier cosa legal susceptible de ser comprada por nuestros clientes.

Hubo que cambiar todo, empezando por nuestras costumbres, algunas tan pintorescas como no quitarnos el cigarrillo de la boca mientras efectuábamos el suministro. Para tal fin nos dieron cursos de reciclaje en hoteles de cinco estrellas a los que asistimos encantados.  Se implantó la imagen de la petrolera, se hicieron obras, cambiamos los aparatos surtidores y sobre todo los baños y se construyeron tiendas.

Después hubo que llenar las boticas de estanterías y genero. Al principio solo accesorios y repuestos del automóvil, gadgets para camioneros y camiones, artículos de aseo, incluidos preservativos, a los que el «Chencho» nominaba como preventivos,  y revistas porno. El suministro de estas mercaderías lo efectuaban por entonces dos empresas especializadas en ese nicho de mercado (expresión que denota mi aprovechamiento en los cursos de marketing recibidos); una de ellas creo que era de La Rioja. Telefónicamente se solicitaba el material y lo repartían con camiones propios que también hacían funciones de auto-venta.

En la recepción de un pedido me ofreció el transportista la posibilidad de adquirir por una módica cantidad, treinta mil pesetas, una bicicleta de montaña, ingenios que comenzaban a tener mucho predicamento. Adquirí el velocípedo desmontado y metido en una caja plana de cartón, augurando futuras y abundantes compras de muebles.

Durante una serie de noches cuyo número no recuerdo y tras llegar a casa, por entonces ya casado, me dediqué con empeño al montaje del vehículo. Extrañamente salió perfecta la construcción de la bicicleta y sin sobrar ninguna pieza a pesar de mi proverbial incapacidad para los trabajos manuales. La bici quedó lista para cuando hiciese falta; de vez en cuando le pasaba un trapo para mantenerla pulcra y brillante.

A los pocos meses, una avería del Ibiza me hizo echar mano de la bicicleta de montaña. Por entonces vivíamos a tres o cuatro kilómetros del surtidor. Ufano me monté en ella engranando el desarrollo más largo y a la vez el más pesado, pedaleando con un poseso, con chulería y cara de velocidad. Enseguida llegué a la plaza con las fuerzas casi intactas y enfilé la calle Socuéllamos, a los pocos metros empecé a notar el cansancio de golpe, fui cambiando a engranajes menos pesados conforme mi agotamiento iba en aumento. Un kilómetro antes de llegar al trabajo me adelantaban hasta los lentos ancianos paseadores y era incapaz de mantener en mi trayectoria una mínima línea recta.

Al borde del infarto llegué a la gasolinera. Aparqué la bicicleta junto a la puerta de la tienda apoyando el pedal en la acera. Recuperé el aliento con un par de cigarrillos y varias copas de coñac y me puse a mi faena.

Al rato un cliente se interesó por el vehículo al verlo estacionado en tan prominente sitio.

-  ¡Qué bici más chula!

- Te la vendo.

- ¿Cuánto?

- Treinta mil.

- Voy a hacerte un cheque.

Y así acabó mi incursión en el mundo del ciclismo aficionado.

www.youtube.com/watch?v=kpy4xNAnWzM