He de hacer notar, que no siempre se consigue salir indemne de esta vida. Bueno, la verdad es que nunca lo conseguimos. Pero durante nuestra estancia por estos lares, puede dar lugar a infinidad de situaciones, unas más divertidas que otras a pesar del dolor que las acompaña. No, no, lo que a continuación se describe, no es una burla hacia esas personas que lo pasan mal, más bien diría que pretende ser un homenaje ante su conformidad por la situación que pasan y que al menos deseo hacerles presentes. Durante estos cinco meses que llevo rodando por los hospitales a causa de una enfermedad de mi esposa, me han quedado en la retina ciertos personajes y es en parte a sus personas a las que voy a dedicar estas líneas. Todos ellos tienen en común, qué si no fuera por las características de su manera de hablar o estar, no serían ni tan siquiera reconocidos o recordados por nosotros. En la foto, o sea en mi retina, me queda como imaginario de todo este tiempo: la chica de los pantalones verdes. Mujer joven y guapa sumida en la locura. La sola repetición continua de la palabra "pantalones verdes" es por lo único que la pude llegar a conocer. El hombre del bañador, es una figura inseparable de los recuerdos. Un señor bajito y regordete que llevaba sobre su espalda casi todos los días una toalla, como cualquier bañista haría en estos tiempos de calor. La mujer cariñosa de la 260, qué ante nuestro paso por delante de la puerta de su habitación, alzaba la mano en forma de saludo o bien para que le alcanzáramos algo que se le había caído o para atraer nuestra atención. También él hombre del móvil. Perenne en sus paseos, pero qué ante la ausencia de un pie tenía que desplazarse en una silla de ruedas motorizada, eso sí, en todo momento acompañado de un elemento determinante; su teléfono. Luego, estaba la anciana que daba consejos sobre cómo debía ser la vida de los acompañantes a partir del momento que abandonaban la clínica. Sincera, dura, no se permitía ni un haz de sentimentalismo. La vida decía, sigue para los familiares y éstos se debían sin lugar a duda, a sí mismos Pero también me queda proyectada tristemente otra imagen. La de algunos enfermos a los que sus familiares, numerosos según luego supe, pero que ni tan siquiera les visitaban en un domingo. La foto es una pequeña síntesis de lo vivido hasta el momento, a la vez que un recuerdo para siempre de lo cruel que es la vida. En el momento más inoportuno, te arrancan la alegría para sumirte en el dolor. La naturaleza nos juega malas pasadas. ¿Existe la esperanza? Sí, no lo dudo, pero analicemos la situación. Los enfermos quieren ir a sus casas. Y los familiares se ven agobiados por un trabajo extra para el que no están preparados y que inclusive pone en riesgo su propia salud. Las residencias tienen un coste casi inasumible a parte de una larga lista de espera, que puede llevar a más de uno, a que cuando se la concedan estén gozando de la vida celestial. En esa situación, la esperanza es que recuperen al máximo sus posibilidades de vida, si puede ser al 100%. Eso permitirá que podamos seguir disfrutando de nuestros seres queridos como hasta el momento anterior a su caída. La otra esperanza es más dolorosa. Ante el deterioro previsible que pueden alcanzar algunas enfermedades, solo cabe esperar de los médicos, que eviten al máximo el dolor para que los enfermos puedan llegar al traspaso, con la mayor paz posible. A todas estas personas y otras a las que no se han hecho mención, el deseo de que puedan obtener una recuperación que les permita una vida en familia.