Una madrugada verde oscura
estaba solo en soledad,
busqué fuera lo que tenía dentro.
Los vecinos miraron
con las venas abiertas y
las luces de par en par.
Me quité la camiseta
y salí a la calle
buscando a Godot.
Lo encontré convertido en barrendero,
al sudoeste de Francia,
en la ciudad portuaria de Burdeos.
Atravesé el puente de piedra y
me detuve ante el sol,
sobre el río Ebro.
A mano izquierda
permanecían inmóviles
las torres del Pilar,
a la derecha,
el recuerdo del Guadalquivir.
Un señor de pelo blanco atardeció
sentado en el alféizar del puente de Triana
matando las horas blandas
pescando deseos y
obedeciendo silencios.
Anochecí en la misma ciudad;
frente a la Casa del Fumador
escuché una conversación
entre desconocidos
llamados “viejos amigos”.
Bebieron el pecado,
fumaron la nocturnidad y
olvidaron lo que no hicieron.
Al año siguiente,
viajé a ninguna parte y
me encontré con Noelia.
La que un día fue mi niña,
era una mujer feliz,
estaba embarazada,
tenía cuerpo de muñeca,
culo en pompa y
secretos de jabón.
Me invitó a su casa
donde todo era diminuto
y supe que su vida era un juego:
las baldosas, un tablero de ajedrez;
las sillas, unas torres de defensa;
los cubiertos, unos alfiles de ataque y
las teteras, dos damas de compañía.
Ella me hizo un jaque mate
sin que me diera cuenta.
En el aeropuerto,
me encontré el mismo señor de pelo blanco
que leía anuncios publicitarios
en lenguas hermosas:
“Perigo” fue su apodo
porque amaneció en Marte
cuando aterrizamos.
A través de la ventanilla vio
un punto de fuga planetario.
En el subterráneo de mi ciudad
dos perfiles urbanos
me dieron la bienvenida.
En ellos descubrí
mis latidos candidatos:
ciudadanos cubiertos
de cuerpos ensangrentados
y mentes desequilibradas
que suenan disonantes.
Llegué a casa,
fatigado desde lejos,
tendido bajo la fachada
convertida en suelo.
Contemplé el laberinto de tus huellas y
me descalcé para pasearla, pisotearla y patearla
hasta que deambulé en el cielo de tu sexo
y me pregunté:
¿ciudad es arte?