Esta es una anécdota en partes: la 7a en la saga de la Señora W. y también la 18a en la saga del Dr. Kovayashi.
< Un verdoso y cálido vórtice | Continuará…
El portazo sobresaltó a la Señora W., que al despertar se descubrió en la vereda de una ciudad desconocida. Se sintió ligeramente mareada y dedujo que era a causa de los días que llevaba sin comer. Un impulso la hizo llamar a la puerta. Estaba convencida de que al otro lado se encontraba ese pasillo agobiante con Micaela y el hombrecillo de la joroba. Nadie contestó. Por supuesto que también intentó girar el pomo, sin mayor éxito. W. observó a su alrededor. Estaba ante un almacén abandonado. Las palabras en los carteles eran indescifrables; aun cuando hubieran estado en inglés, ella, que no hablaba otro idioma más que el español, lo habría reconocido. ¿Qué se suponía que hiciera entonces? Caminar, obviamente, pero ¿adónde? No pudo evitar acordarse de Rómulo y su habilidad para tomar decisiones en ese tipo de circunstancias. ¿Por qué no estaba con ella? W. sintió el peso de la soledad.
Trató de poner en orden sus ideas. Estaba allí para curarse de las pesadillas. ¿Cómo marchaba eso? Intuitivamente se respondió que bien, aunque sabía que era sólo una impresión; en verdad, carecía de datos objetivos para comprobarlo. Era imperativo encontrar a Daibushi, y pronto, para obtener de él un mínimo diagnóstico. “Si al menos durmiera unas horas podría poner a prueba la eficacia de esta terapia…”, se lamentó. Pero Daibushi no había tenido hasta ese momento el decoro de aparecer, ni mucho menos, y lo poco que W. sabía de él le había llegado a través de Micaela o del contrahecho. Por primera vez, W. extrañó su casa, los colores su barrio, al Dr. Kovayashi, a Jorgito y sus diarios… y deseó que el tratamiento finalizara pronto para recuperar su vida normal de ama de casa. Aun cuando fuera aburrida, era su vida.
Fue entonces cuando se echó a andar. El relojito que llevaba en la muñeca estaba lleno de agua, pero a juzgar por el brillo anaranjado del cielo dedujo que la tarde estaba madura. Los automóviles, incesantes en su ir y venir, generaban un fragor demoledor. Muchas personas, demasiadas, pululaban a su alrededor. Los jóvenes, y eso incluía niños, caminaban en todas direcciones cargando bultos o empujando carritos. Hacía calor, por lo que iban vestidos con ropas ligeras que parecían sábanas. “Pobrecitos, ¡qué sucios que están!”, pensó W. al tiempo que intentaba atravesar la marea humana por medio de brazadas y empujones. Era fundamental no tropezar, ya que caer y morir aplastada eran la misma cosa. Los ancianos, mayormente pordioseros, apenas estaban vestidos; permanecían sentados contra los frentes de las casas con los brazos estirados en pos de una limosna. Cuando la muchedumbre se detenía, aprovechaban para tocar a las mujeres y tocarse ellos mismos; nada podía W. hacer al respecto pues no había lugar para hacerse a un lado. Antes de llegar a la esquina, W. recuperó el sentido del olfato y debió contener un par de arcadas que no pasaron a mayores sólo porque su estómago estaba vacío. Miles de bolsas de basura estaban ordenadas prolijamente en pirámides muy anchas y altas. Debido al calor, la basura dejaba escapar compuestos volátiles a la atmósfera y líquidos putrefactos a las bocas de tormenta.
La ausencia de Rómulo no implicaba que W. no tuviera un plan. De hecho, comenzó a trepar por la pirámide de bolsas para ver mejor la ciudad. Así supo que se encontraba en una avenida que hacía esquina con una calle común, y justo antes de bajar alcanzó a ver sobre la bocacalle algo que la conmocionó: montado en una bicicleta y usando un casco multicolor, El que era el Cardo de Flores se perdía entre los automóviles sobre la calle transversal. La Señora W. se arrojó sobre la multitud y de esa manera, andando por sobre la gente, alcanzó la esquina, bajó a la vereda y dobló. Estaba decidida a darle alcance al contrahecho y obligarlo a llevarla ante Daibushi, y no le importaba si para ello tenía que destrozarlo con sus propias manos.
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