Revista Diario

Clandestino

Publicado el 12 julio 2011 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 31a en la saga del Dr. Kovayashi.

Un truco gallo antes de partir | Continuará…

- “Nikola… David… ¡Su dulce!”

Como consecuencia del pasaje a la clandestinidad, el humor del Dr. Kovayashi había sufrido cambios como nunca antes en su vida. Podía moverse con facilidad entre extremos tales como la felicidad de ser libre y la angustia asfixiante de la soledad. Dos primates lo habían aceptado bajo su tutela, visitándolo a diario para llevarle frutas y prodigarle cuidados; a cambio, sólo le exigían generosas porciones de dulce de guayaba, que él compartía de buena gana. Había llegado al borde de su existencia. No tenía con quién hablar excepto Nikola y David, cuyas energías vitales le recordaban a Tesla y a Bowie. Con frecuencia, harto de mirar las cuatro paredes de caña de su choza, salía a caminar por la selva enmarañada. Llevaba consigo la estrella ninja y practicaba puntería contra el grupo de monos que no se animaban a visitarlo. Nikola y David se abstenían de gesticular al respecto pues entendían que esas muertes no eran en vano: con ellos, el Doctor preparaba exquisitos consomés.

Desde que escapó de Argentina, el Doctor debió sortear problemas complicados, desde cruzar fronteras por pasos ilegales, improvisar canoas con troncos de bombacáceas, atravesar ríos de aguas turbillonarias, enfrentarse con traficantes de fauna a machetazo limpio, o extraviarse en pantanos infectos, al límite de sus fuerzas.

No obstante, sus ansias de libertad lo fortalecieron y estimularon. El aguantadero selvático donde vivía era una choza construida sobre un terreno elevado, donde casi todos los días caían aguaceros de corta duración. Al salir el sol, el vapor de agua subía desde el suelo en forma de neblinas lechosas. En esos momentos, el Doctor imaginaba que al levantarse la humedad volvería a encontrarse cara a cara con el homúnculo de la bolsa de bruma y su amigo de la túnica iridiscente. Después, al regresar de su ensueño, era capaz de arrojar la estrella mil veces más fuerte. Pero matar animales no lo hacía menos infeliz.

¡En qué poco tiempo el alma de Kovayashi había caído en la angustia y la tribulación! Después de siete meses ya no le alcanzaba con saber que allí estaba seguro. Las mañanas, las tardes y las noches habían perdido su atractivo natural y apenas le servían de fondo para evocar los tiempos idos. En ocasiones creía ver al viejo Scalisi y a la Sra. W. y su esposo Rómulo errando como Curajhy-Yarás por el laberinto de hojas y lianas. Sus gemidos de fantasmas en pena lograban socavabar la culpa del Doctor ya que, de alguna manera, él los había ayudado a morir. Su antigua estima por la raza humana había flaqueado al extremo de confundirse con el odio. Y en el sinsabor del ostracismo juró por sí mismo y por el verdor que lo rodeaba regresar pronto a su barrio para rehacer su vida, o lo que le quedaba de ella.

En ese estado cercano a la depresión, Kovayashi se preguntó muchas veces qué sería de Heriberto Feather y Ferdibaldo Teller, a quienes se sentía hermanado por haber ajusticiado a Jorgito Kandraski. De ellos conservaba el recuerdo de sus rostros y un voluminoso manuscrito que tenía menos de novela que de collage de textos. El Doctor se consideraba a sí mismo un excelente crítico literario, por lo cual sufría al no poder decirles personalmente a esa pareja de mequetrefes cuán execrables le resultaban sus escritos. Había discurrido por las páginas de cuentos como Dos guitarras y un cajón peruano y La cita estaba agendada, sintiéndose no menos que indignado por tamaña mediocridad. Incluso había comenzado a leer otro cuento, El perro era dulce, pero decidió abandonarlo por su longitud exagerada. No dudaba de que Feather y Teller eran tan malos con la pluma como con la 9mm.

De repente, Nikola y David se descolgaron desde las ramas de un inmenso árbol de San Francisco para caer sobre las piernas del Doctor, que todavía se medía la voluntad en su camastro de pieles de mono. Ambos traían en sus diestras sendos frutos maduros de pitajaya para compartir con su protegido. Sin abandonar su posición horizontal, Kovayashi partió los frutos con sus manos y levantándolos cual ofrenda a un dios en el que no creería nunca más, brindó con sus peludos amigos.

- “Nikola, David… brindo porque el regreso sea pronto e inmensa nuestra alegría. Porque quiero que sepan, mis fieles amigos…” declamó el Doctor llevándose una mano al corazón “…que no me iré solo de este lugar.”

Las palabras sonaron tan emotivas que Nikola, David y el mismísimo Kovayashi comenzaron a sacudirse con las vergonzosas convulsiones del llanto. Después de consolarse en un abrazo colectivo, los primates huyeron a la selva para engullir el dulce de guayabo. Mientras tanto, el Doctor había conciliado un sueño depresivo que lo retuvo en su camastro por el resto del día.

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