En las salas de espera de los ambulatorios la gente habla. De lo que sabe. O de lo que puede. De política, generalmente regional y sin ir más lejos. Un tipo, forofo de los que han perdido y se han ido a la oposición dejando la comunidad como una era, critica las medidas del nuevo gobierno. Otro, hooligan de los recientes, habla de herencias, culpas pasadas y de no tener más remedio. Los demás callamos: conocemos esas monsergas.
Al poco empiezan a hablar de corrupción, ERES le ha dicho el de los unos; Valencia le ha contestado el de los otros. Han salido gasolineras, cinturones, trajes, etcétera. Están tan bien aleccionados como a los que defienden: nuestra mierda es nuestra y en comparación con la vuestra —que esa si es mierda, mierda— huele a Heno de Pravia.
En esos negociados también se habla de tiempo, especialmente está mañana. Cuando oficialmente entra la primavera, va y se pone a nevar y a hacer frío. La climatología es un tema recurrente, sobre todo cuando no se tiene nada que decir, o cómo era el caso de hoy, se tiene mucho pero no se quiere. En las ciudades de menos de un millón de habitantes nos conocemos todos.
En esta tierra de Dios (y de don Quijote) al tiempo atmosférico se le llama oraje. Suena a galicismo, pero la palabra es efectiva, otorga a quien la usa una sapiencia y empaque meteóricos. La gente del campo ha entendido casi siempre del clima, siglos de observación empírica les ha llevado a poder predecir, observando unas cuantas señales, el tiempo del día siguiente, de la semana próxima, o de todo el año.
Por cierto que la atmósfera es también una cuestión controvertida que puede levantar pasiones. Sobre todo en las sequías. En una de las muchas que nos asolan, la gente le echaba la culpa a un ingenio que generaba electricidad mediante una alta chimenea. Por lo visto, succionaba los nublos hacía su interior cual agujero negro, impidiendo el normal desarrollo pluviométrico. Se llegaron a formar cuadrillas para ir a tirar la torre, pero le pasó como al del chiste: se cayó sola.
Y por supuesto las terroríficas tormentas. Una nube de piedra puede dar al traste, en un minuto, con el trabajo de todo un año. Hace unas décadas estas maldiciones se combatían a base de petardos, de cohetes más bien. Cuando la traicionera negrura estaba sobre la parcela amenazando la cosecha, se lanzaba un proyectil de esos (metálicos y de casi un metro, parecían el de “Calabuch”) y al reventar en el interior de la borrasca, la dividía en tormentas más pequeñas, del tipo de las que atenazan al Coyote.
Debido a los resultados, se libraba de la piedra la finca que lanzaba el chupinazo pero las colindantes fenecían, aquello se prohibió.
Una madrugada en la gasolinera, a las cuatro, acudió el tipo que siempre repostaba a esas horas. Un señor alto, moreno, delgado, que llevaba el auto lleno de galgos y al que su mujer convirtió en personaje de una copla de Quintero, León y Quiroga. Al poco llegó otro, más joven, más bajo y con peor leche.
—Ayer lanzaste un cohete y me has dejado el melonar hecho mistos. —le dijo, sin dar los buenos días— Y encima están prohibidos los petardos.
—Mientras me reluzcan los ojos y tenga cuartos para comprar cohetes, voy a seguir tirándolos. —dijo altivamente.
El otro, sin mediar palabra, le propinó un puntapié en las partes blandas. Cuando se doblo a echarse mano a la zona dolorida, lo enganchó del cuello y le enhebro ocho o diez izquierdazos en la jeta. Según cuentan, abandonó para siempre la pirotecnia.
Estoy por afirmar que el tiempo puede ser un asunto tan peligroso, o incluso más, que la política.
http://www.youtube.com/watch?v=LKwsVVZ-Jl8