Revista Literatura

Clínicamente imposible

Publicado el 26 julio 2011 por Netomancia @netomancia
No quise llorar, estaba mentalizado en no hacerlo, pero al entrar al recinto, ver los rostros compungidos, escuchar los lamentos por lo bajo y saber que del otro lado de la puerta estaba ella, no pude contenerme.
Cuando me arrimé al féretro, mis mejillas estaban húmedas y mis ojos ardían de pena. Sentía que me faltaba el aire, que las piernas me flaqueaban. El corazón, sin embargo, no palpitaba.
Había dejado de hacerlo el día que los médicos me avisaron que debía decirle adiós. Sentí como si una pinza oxidada me lo extirpara, con arterias y todo. Pensé que era un ataque y le avisé a mi hermana. Me llevaron hasta una camilla. Los médicos volvieron corriendo, me movilizaron en una camilla y me trasladaron a una habitación. Me controlaban los signos vitales, me tomaban el pulso y en tanto, discutían entre ellos. Veía sus semblantes preocupados y supe que también me estaba muriendo. No quería estar en sus cabezas, quizá creyéndose responsables de la noticia que me habían dado, que me estaba provocando la muerte.
En la sala en la que me metieron había monitores en las paredes y una potente luz en lo alto. Otros médicos se sumaron al grupo. Me pusieron suero y un sedante. Pronto una neblina barrió con la vista y luego, dejé de sentir sonidos y sensaciones. Me sumí en la oscuridad, relajado, tranquilo.
No recuerdo nada, no vi luces blancas, túneles y mucho menos a ella. Cuando desperté, setenta y dos horas después, Andrea ya se había ido. Había partido, me dijo mamá. Rompí a llorar, aferrándome a las sábanas. Me sedaron de nuevo, para que no me agitara. Ni siquiera había intentado averiguar que había sido lo mío, mi malestar. No me importaba.
Desperté un par de horas después. Pregunté por Andrea, por su velatorio. Me pidieron calma. Estaban recién trasladando el cuerpo y a mi me darían de alta antes del atardecer. Iba a poder estar por la noche con ella. Aquello fue un bálsamo de falsa felicidad, una sensación ambigua de inútil esperanza.
Los médicos arribaron al rato y me miraron atentamente. "Su corazón ha dejado de latir" me comunicaron. No comprendí. ¿Acaso no estaba vivo? ¿No me estaban hablando?
Me explicaron, consternados. Me iban a dejar ir a pedido de mi familia, pero tenía que volver sin falta a la mañana siguiente. Debían hacer estudios. Mi caso era clínicamente imposible.
Me dejaron a solas, meditando con la vista en el blanco cielo raso. "El corazón ya no funciona, pero no entendemos como es que sigue vivo" me dijeron antes de irse. Ese conocimiento me dejó confundido.
Fue más tarde, con el paso de las horas, el viaje hasta la casa fúnebre, el repaso de los últimos días, el miedo a perderla, el dolor de saber que la perdía, que me dieron las pautas de lo que me estaba sucediendo. Hasta entonces, era solo el saber que Andrea ya no estaba. Pero el trayecto hacia ese adiós físico, de verla por última vez, aunque sea  su cuerpo, fue una revelación.
Mi corazón se había despedido también, se había ido con ella. La pregunta era entonces ¿qué hacía yo aún ahí? Pero no se trataba de una pregunta científica ni retórica. Estaba formulada con otro tono, el mismo que alguien le hace a otro desde un tren a punto de partir: ¿Y? ¿Vas a subir o te quedas en el andén?. Con ese tono, con esa intención.
Me aferré al féretro, llorando. Alguien palmeó mi espalda. Escuché voces que murmuraban, seguramente hablando del dolor, de la pérdida irreparable, de heridas que jamás cicatrizan. La vida es así, la vida es eso. Cuando el corazón deja de latir, en cambio, es una señal. ¿Vas a subir o qué? Si amor, voy. Saqué del bolsillo el bisturí que tomé sin que nadie viera en el hospital y tracé la hoja de ruta sobre mi garganta, sin dudar.
Ya estaba en viaje y mi corazón había vuelto a latir.

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