La primera vez que la vio fue en el centro comercial, cuando se acercó a comprar uno de esos estúpidos cargadores de pilas. Anclado al resto de cargadores como al suero de un hospital, aquella cámara de fotos (o cámara fotográfica, como a él le gustaba llamarla para que pareciera de coleccionista) todavía seguía utilizándolas. Ella caminaba entre las secciones ajustando los precios, manejando la caja y respondiendo a preguntas. Habitualmente se le solía ver por la zona de los ventiladores y aires acondicionados, por lo que todo su pelo flotaba como en un anuncio de champú. “¿Puedo ayudarle?”, le dijo la primera vez, mientras hacía como si miraba a un televisor de plasma.
Después del cargador de pilas vinieron el trípode, la bolsa de viaje, más pilas recargables, carretes y cuando ya lo tuvo todo comprado en cámaras fotográficas se pasó a los clásicos de cine, las series y la televisión, la sección más cercana a los complementos de ventilación. Un día, condujo hasta allí entre la nieve cuajada y compacta para verla unos minutos. Desde aquel, “¿Puedo ayudarle?”, nunca habían intercambiado ninguna otra palabra. Aquello le mortificaba, ya que normalmente en las películas crucifican al cobarde. Pero no era tan fácil. ¿Qué conversación estúpida tendrían que mantener? ¿Qué pasaría si quisiera venderle el artículo más caro? ¿Qué pasaría si en un desliz se tropezara con las básculas, cayera sobre las maquinillas de afeitar y finalmente los ventiladores le aplastaran como de forma habitual suele ocurrir en la primera conversación con la persona a quien amas? De ninguna manera. Aquel día helado compraría un par de peleas de Bruce Lee y unos cuantos tiros de Henry Fonda en cualquiera de sus 113 películas.
Cuando fue a pagar, simplemente echó un vistazo a su ondulante pelo de trigo. Pero no pudo escaparse. “¿Puedo ayudarle?”, le preguntó ella, repitiéndole con obviedad la misma frase que la primera vez, como recordándole que aquel día él huyó en solitario en su caballo y la dejó a ella allí, sola entre el viento. Él se había vuelto a quedar obnubilado. “Eh, sí, sí. Me llevaré uno de estos”, dijo, atrapando el primer ventilador que tuvo a mano. “Me llevaré este”. Sólo pudo mirarla durante unos segundos. Después se encendieron unos grandes carteles fosforescentes sobre los que se podía leer iluminada la palabra COBARDE, COBARDE, COBARDE. Tiró su mirada al suelo, pagó y salió corriendo de la tienda, películas y ventilador en mano. Para entonces ya no podía respirar y se había metido en el coche. Tan cerca y tan lejos. Tan guapa y tan cara. Él tan cobarde. Tan estúpido y tan gallina. En su cabeza repasaba la escena mientras regresaba a casa, la rebobinaba una y otra vez mientras cambiaba de canción. Tan estúpido... ¿Qué había hecho mal? ¿Qué iba a hacer él con un ventilador en invierno? ¿Cómo se explica todo eso? ¿Cómo se lo iba a explicar a su mujer?