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Coches aparcados

Publicado el 08 marzo 2010 por Sergiodelmolino

Exposición de coches de ocasión en Santa Cruz, California.

Vivo en una calle pequeña y poco transitada del centro de la ciudad. Una calle con aceras amputadas. Una de esas calles en las que la autoridad local ha logrado deshacerse de la molesta presencia humana y, haciendo realidad un febril sueño compartido por munícipes y fabricantes de vehículos a motor, se convirtió hace años en un parking para oficinistas y periféricos visitantes de bajo-un-momento-al-centro-a-hacer-un-recado-y-vuelvo.

Cuando regreso a casa a las diez de la noche -una de mis horas más normales de volver a casa-, mientras camino de lado por una acera anoréxica que es la deshonra de las aceras, me encuentro a mucha gente metida en coches aparcados. A oscuras. Con el abrigo puesto y, a veces, hasta guantes.

Algunos trajinan con sus móviles o con sus sifones.

Algunos leen periódicos atrasados.

Algunos trastean con lo que parecen papeles de trabajo.

Pero los más no hacen nada. Sólo están. Recostados en el asiento del conductor, mirando la nada o con los ojos cerrados, quizá durmiendo o intentando dormir.

¿Qué hacen en sus coches? ¿Por qué no arrancan y se marchan al periférico y alienígena barrio del que proceden? ¿Por qué no están colapsando las rondas de circunvalación de la ciudad o buscando las luces del peaje de una autopista?

Han terminado su jornada laboral y hacen tiempo para no llegar a casa. Sospecho -o mejor, imagino, que es más divertido- que no les aguarda nada bueno en ella. Quizá confían en que sus parejas se harten de esperarlos y se vayan a la cama. O en que se acuesten esos críos preguntones a los que no quieren ver.

Quizá ese rato de soledad en el coche, aparcado en una calle poco transitada del centro de la ciudad, casi a oscuras, con el sonido de la radio muy bajito de fondo, es el único momento de paz de su día.

Dicen que el placer no es más que la ausencia del dolor, así que la felicidad ha de ser la ausencia de desgracias. Ese momento estará libre de ambas cosas: ni tareas denigrantes de un trabajo odiado ni discusiones cansinas con una pareja a la que nunca quisieron. Sólo ellos, sentados en su coche, en paz.

Yo les animaría a que arrancaran y echaran a correr muy lejos, fuera del alcance de todo lo que les empuja a esconderse en ese limbo. Pero quién soy yo para decirles eso. ¿Con qué autoridad les podría dar consejos yo, que vivo ajeno a sus angustias y me encamino al calor de mi casa, a la sonrisa de un hijo al que idolatro y al beso de una mujer a la que amo y que me ama y con la que deseo estar?

Si no siento la pulsión de pasar un tiempo muerto encerrado en mi coche, fuera del alcance del mundo, no puedo ayudarles.

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A partir de ahora, con vuestro permiso, iré colando fotitos de viajes de mi colección particular que vayan bien con el tema del que escriba. Si no indico lo contrario, yo soy siempre el autor de los disparos.



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