Me comunican que hoy toca hablar de Código fuente. Código fuente, Código fuente, Código fuente... Ésa película... Pues miren por dónde hoy no me sale de ahí hablar más nada de esta película. Me niego. Es que no voy a hacerlo... Bueno, vale, me han pillado... en realidad no es que no quiera, es que no puedo decir nada de esta película, Código fuente se intitula, principalmente porque me quedé sobado TODO EL METRAJE. Recuerdo así como los tres minutos iniciales y después los títulos de crédito, y a éstos aún asistí porque algo, alguien, no sé qué o quién, decidió que era hora de pegarme un codazo navajero en en pleno hígado. ¡Ñasca!... En fin. Qué puedo decir en mi defensa... Nada. Mejor no decir nada. Pues igual me pasa con esta película, que mejor no decir nada...
Aunque, de todos modos, sí alcanzo a explicar que, al parecer, Código fuente es la traslación al lenguaje kinetofílmico del mito de Sísifo pero reescrito en clave de ciencia ficción High Tech. Y quiero que conste en acta que esto último no me lo he copiado de ningún otro blog cinémico o Cahiers de Cinema. Lo juro.
Entonces qué pasa, cómo es esto... Pues tenemos que el protagonista de Código Fuente ya no es un vaquero mariquita, ahora es todo un hombretón muy hetero, un soldado de los EUA, nada menos, en misión en no sé qué país con mucha arena y nada de sombra. Pero antes que soldado de su país lo que es es un tardón. Un tardón de mierda. Un impuntual. Este pequeño gran bastardo se mea a sabiendas en el tiempo de todo sus semejantes: esa clase de persona que odio a muerte... Llega tarde a todo: tarde a la revista, tarde a las reuniones de equipo, tarde al rancho, tarde a la sesión de tiro, tarde a la vacuna de venéreas, tarde a las putitas afganas o iraquíes. A pagar su ronda de birras ni siquiera se presenta... Todos sus compañeros están hasta el berbequí de él. Vamos, que si fuese por él llegaría tarde a su propia mutilación. Pero por ésas no. La Muerte es una hija de perra concienzuda y puntualísima en lo suyo. De modo que no le duelen prendas ninguna y lo hace volar en veinte pedazos de magro.
Como castigo divino a su proverbial impuntualidad, el protagonista de Código fuente cae víctima de una maldición, reencarnará en la otra vida el mito de Sísifo hasta que aprenda a llegar a los sitios a la puta hora convenida. Y así es como, en lugar de arrastrar una y otra vez un cacho pedrulo colina arriba, en plan Herzog megalomaníaco, el protagonista de Código fuente se verá en la tesitura de coger el regional express con diez minutos de adelanto sobre el horario oficial, o de lo contrario éste explota en otros veinte pedazos, con él y otros pocos pardillos más dentro, todos ellos, también, carne de magro.
En este sentido, resulta todo un hito constatar cómo esta tercera incursión en el largo de su director, Duncan Jones, que ya nos quitó el hipo y la caraja con la sorpendente Moon -y que reúne en su haber otros muchísimos méritos personales, a saber, ser hijo de David Bowie, por ejemplo-, parece establecer una reescritura y ampliación del campo de batalla semántico establecido por su anterior trabajo. Así, si en Moon el mensaje final de la epopeya espacial parecía decirnos: toda vida cuenta, aunque sea la de un clon manufacturado y hecho de encargo, tíos... Código fuente, al alimón, parece establecer una extensión paralela y superior del mismo mensaje: el de que todo tiempo cuenta, pero sobre todo el mío, mi tiempo, cabronazo, es oro, así que tú y tú y el de más allá, impuntuales del mundo conocido, dejaros de mearos en mi tiempo, o seréis mutilados en veinte pedazos de magro.
De todos modos, pese a que, como han podido comprobar, no puedo decir nada sobre Código fuente -sí, puede que me durmiese en viéndola, lo sé, ¡pero yo al menos llegué a la hora!-, sí puedo, sin embargo, añadir que la hermana del protagonista, Maggie Gyllenhaal, me pone muy bruto, esto es, ocelote o grizzly, y todo ello a pesar de -o precisamente por- su belleza nada heterodoxa, tan esquinada o discutible. Pues resulta que ella era la mujer que vendía libros y muffins -madalenones gordos- en Más extraño que la ficción, aquella película en la que el ínclito Will Ferrell descubría que no poseía libre albedrío, que era un personaje de ficción, como pasaba en Niebla de Unamuno, pero en yanki y posmoderno. Ésa sí es una película que vi entera, no me dormí nada, y es película que les recomiendo encarecidísimamente, pese a que está mal terminada. Han leído bien. No es que acabe mal, es que está mal acabada, la terminaron en forma de error, de equivocación flagrante, de súpercagada. Si la hubiesen terminado como Dios manda al final Will Ferrell se habría disparado un tiro en los sesos y la bala en cuestión, como le pasó a Brandon Lee -hijo de Lee- en The Crow, la bala no habría sido de fogueo, en consecuencia directa, el ínclito Will Ferrell, personaje y actor, ambos dos uno, habría muerto, muerto, muerto..., de forma que hubiese sido yo, ¡YO!, y no el ínclito Will Ferrell, quien acariciase las largas y sedosas piernas de esta mujer de órdago, librera y horneadora de muffins...
Pero no. No pudo ser. El mundo es un gran cagadero a reventar de injusticias poéticas y jodidos impuntuales como usted. Y usted también.