Este verano me he ido a un balneario. No se me ha ocurrido un lugar mejor para esconderme, que un pueblecito tranquilo donde refresca por las noches y aplana el sol a la hora de la siesta, cuando la mayoría de sus habitantes dormita frente al televisor, soñando que las noticias son mentira.
En este balneario tan particular, se pueden hacer cosas muy pequeñas e importantes, como comprarle el pan recién hecho a un señor que siempre sonríe, o visitar el mercado de la plaza los martes, acabando el recorrido en el puesto de aceitunas.
Aunque todavía no lo supieras, tú también conoces ya un poco este remanso de calma, pues es ese lugar lleno de olores en mesillas, y de tesoros, como mesas rojas o cajas de madera, que siempre tienen los abuelos guardadas en algún lugar inesperado.
Y así fue como, sin esperarlo, empezaron a desfilar un montón de objetos, algunos reconocibles y otros absolutamente desconocidos, que me llenaron los ojos de chiribitas, convirtiendo el balneario en un taller: el taller de be, y el de todos los que pasan por él a echar una mano, una lija o una opinión.
Como en la casa, la puerta del taller está siempre abierta. Sólo tienes que girar el picaporte, entrar y buscarnos al fondo, entre muebles, herramientas y pinceles. Haremos un descanso para enseñarte todo lo que nos traemos entre manos, mientras nos comemos un helado para refrescar estos calores.