—¿Te encuentras bien?
—No.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Quieres hablar?
—No me apetece. En serio.
—¿Quieres que te prepare un Colacao caliente como a ti te gusta?
—No. Tengo sueño.
—Vale. ¿Una manzanilla? ¿Algo?
—No, en serio. No quiero nada.
—Vale.
—Me voy a la cama.
—Que descanses.
—¿No vienes?
—¿Eh?
—¿No vienes? Te he dicho que no estoy bien.
—Pero es que son las diez de la noche.
—Vale vale, tú verás.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, ahora no. Ahora ya no hace falta. Ahora que te lo he preguntado...
—No sé. No sé que puedo hacer.
—No puedes hacer nada. ¡Nunca puedes!
—Es eso es a lo que me refiero.
—¿A qué?
—Cuando yo estoy enfermo no necesito que me hagas nada.
—Porque los hombres sois así de simples.
—No. Simplemente estamos enfermos, y ya. No necesitamos activar una bomba atómica. Seguro que Jesucristo tenía un catarro cuando fue crucificado y no dijo nada. No era relevante.
—¿Yo soy una bomba atómica?
—No me refería a ti.
—Claro que te referías a mí.
—Bueno, sí, me refería a ti. Es que no entiendo qué necesitas de mí cuando estás mal. ¿Quieres destrozarme una silla en la espalda? Toma, hazlo.
—Deja la silla en su sitio. Nos la regaló mi madre.
—Claro.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Es por mi madre?
—¡Yo no he dicho nada!
—¡Nunca dices nada!
—¡No he dicho nada!
—Pues que sepas que mi madre te quiere mucho.
—Lo siento, yo también la quiero. Pero tuve que casarme contigo.
—Eres imbécil.
—Es cierto. Soy un imbécil. Iba a prepararte un Colacao. Pienso quedarme aquí viendo la tele mientras tú te vas a dormir. Y, mira por donde, echan el resumen del Barcelona.
—Haz lo que quieras. No me gusta que discutamos así.
—A mí tampoco.
—Parecemos críos de cinco años.
—Yo era mucho mejor crío con cinco años.
—Cállate. ¿Me perdonas?
—Perdonada.
—Es que hay días...
—Estás enferma. No pasa nada.
—¿Vamos a la cama?
—¿VAMOS A LA CAMA? ¡Sí! Después de discutir siempre...
—No me equivocaba, eres imbécil.