Conforme fue creciendo lo iba cumpliendo sin darse cuenta, le salía del corazón. Ayudaba a los ancianos en cualquier momento, les daba de comer a animales abandonados que se encontraban, tristemente, en las calles solitarias, cumplía los recados que tenían pendientes las personas a las que les faltaba tiempo para respirar o le daba algunas monedas a las que se encontraban pidiendo, en la pobreza.
Poco a poco fue la más conocida de aquel pueblo. Todos se preguntaban por qué lo hacía si nunca aceptaba nada a cambio. La veían como una persona curiosa, no estaban acostumbrados a la solidaridad ni a ser solidarios. Lo que nadie sabía era que hacía todo aquello porque le encantaba ver a las personas sonreír o escuchar el suspiro de alivio cuando la veían acercarse dispuesta a echar una mano. Le divertía que los animales la acompañaran en su camino, agradecidos por lo que hacía por ellos pero, sobre todo, adoraba ver a los pájaros volar. Los observaba revoloteando allá arriba desde su jardín, pensando que eran como las personas que se encontraban abajo: Algunos están heridos, enjaulados sin saber qué hacer, dando pequeños pasos de un lado para otro, hasta que de pronto alguien aparece y les saca de las rejas para ayudarles o enseñarles a volar de nuevo.
Al final, alguien le dijo:
- Muchísimas gracias por tu ayuda, pero ¿por qué lo haces?
Nunca se había parado a pensarlo, aunque respondió con una sonrisa:
-No lo sé, quizás sea coleccionista de agradecimientos.