Revista Diario
Colibrí, la perrita abandonada ya tiene hogar
Publicado el 25 enero 2011 por BloggermamApareció entre los coches hace tres meses, famélica, cojeando y mostrando en el resto de sus heridas los maltratos que había recibido.
Aterrada evitaba cualquier contacto con la gente al tiempo que esquivaba el paso de coches y camiones.
El viento frío se la llevó de nuestra vista tan rápido como apareció y tardamos días en volver a verla. Aunque en ese intervalo de tiempo mi mujer ya había aprovisionado el interior de los setos del boulevard de varios tipos de pienso, fiambre, queso y algún que otro filete que debieron de repartirse entre los gatos, la escurridiza perrita y pajaritos con un incipiente problema de sobrepeso.
Ya habíamos perdido la esperanza de volver a verla y supusimos que el frío ayudado por su debilidad habían acabado con ella, cuando la encontramos tumbada al sol cerca de unos contenedores, que acostumbran a estar rodeados de basura; fruto del trabajo nocturno en equipo de los que se rebuscan en la basura para revender en los mercadillos y los gatos que rompen y esparcen las bolsas que los otros sacan de los contendores.
Continuaba flaca, sucia y esquiva. El rabo permanentemente recogido entre las patas hizo que tardáramos unas semanas en averiguar su género. No obstante nos llamó la atención el hecho de que su cabeza fuera similar a la de Pancho y apenas un poquito más grande. Observándola con más detenimiento llegamos a la conclusión de que su raza era “superviviente nato”, en la que esta mestiza de chichuahua, bodeguero, ratonero y no me importa cuántas razas más, demostraba a partes iguales viveza y prudencia.
Desde ese instante mi mujer se tomó como prioridad el poder rescatar al animal de la calle con la intención de buscar una persona que quisiera ofrecerle un hogar nuevo y evitar que cualquier desalmado le golpeara o azuzara sus perros contra ella por diversión.
Dado que su presencia no había pasado desapercibida, la tarea de buscar comida y agua estaba solucionada, ya que los rincones más frecuentados por la nueva vecina amanecían cada mañana con latas de comida para perro, golosinas, filetes, fiambre de todo tipo, salchichas e incluso “tuppers” con macarrones. Evidentemente la perrita elegía lo que más le gustaba al tiempo que los gatos maullaban con satisfacción y los pajaritos de la zona comenzaban a tener dificultades para levantar el vuelo.
La popularidad de la perrita fue creciendo y durante estos meses muchas han sido las personas que dijeron tener interés en quedarse con la perrita, aunque fueron menos las que se preocuparon de darle de comer y muchas menos las que hicieron intención real de sacarla de la calle.
Mientras, la perrita alternaba diariamente su presencia en las zonas soleadas de la calle con incursiones en todas las urbanizaciones de la zona a la búsqueda de sol, comida y cobijo para no pasar las noches al raso.
El lugar donde pasaba cada noche era un misterio y mi mujer comenzó a seguirla con paciencia y constancia pero con poca fortuna. Por suerte, una tarde una señora, con una extraña capacidad para espantar a gritos a cualquiera, nos contó que cada atardecer iba al bajo de su vecino –que sólo estaba ocupado en verano- y aprovechaba las colchonetas de las hamacas para dormir sobre ellas. También nos dijo que quería ayudarnos a capturarla para que dejara de adornar los alrededores de la piscina con excrementos. No estoy seguro, pero sospecho que al tiempo que nos decía esto, encargaba al jardinero de la urbanización que echara a la perrita y que tapara los barrotes de las verjas de entrada con malla para impedirle el paso a la perrita.
El jardinero fiel pasó a ser el enemigo de la perrita y consiguió echarla de ese lugar, pero la astuta canija encontró un sitio mucho mejor. Otro bajo en esa misma urbanización orientado al sur, con un jardín amplio, y con un porche cerrado con unos toldos que la protegían del viento, la lluvia y las miradas indiscretas de cualquiera que quisiera molestarla.
En ese nuevo escondite pasó un mes, saliendo sólo para comer cuado mi mujer aparecía para darle su entrecot, su solomillo (fueron fiestas en diciembre para todos), sus chuletas. De hecho cada mañana madrugaba para prepararle el desayuno a la perrita. Era extraño entrar en la cocina, todavía de noche, para desayunar un café y una tostada mientras hueles a chuletón recién hecho.
A medio día en lugar de carne recién hecha le tocaba una lata gourmet de buey y por la tarde algo más variado, que normalmente apenas probaba porque ya había pasado de ser un saco de huesos a una rolliza perrita.
Yo ya le advertí a mi mujer que cualquier día nos pediría la carta de vinos, pero no me hizo demasiado caso y siguió con su política alimentaria encaminada a conseguir que criara una capa de grasa que le protegiera del frío invernal.
El resultado terminó siendo que la perrita aparecía dando saltos, alegre y con el rabo agitado en alto cada vez que oía la voz de mi mujer, como un Colibrí. Ea, pues que sea Colibrí su nombre.
Tomó tal confianza con mi mujer, de la que comía de su mano, que hasta en tres veces estuvo a punto de capturarla. Incluso en una de las ocasiones consiguió ponerle un collar y una correa al cuello, pero en el momento en el que se sintió presa empezó a retorcerse, aullar como si la estuvieran destripando viva y tirar dentelladas por doquier; de modo que tuvo que liberarla para evitar que se lesionara.
La alegría no dura siempre en casa del pobre y los inquilinos, que tenían el jardín lleno de estatuas de perritos, regresaron tras pasar la temporada navideña en un lugar que espero que fuera tan desagradable como ellos, pues echaron a la perrita de carne y hueso a patadas para que no molestara en su jardín. Amantes de pacotilla de animales que ni comen, ni cagan, ni conllevan responsabilidades.
Colibrí volvió a vagar desorientada por las calles, intentó regresar al lugar en el que pernoctaba anteriormente, pero el jardinero y la “amigable” señora que nos avisó al principio se encargaron de espantarla en los días de más frío del invierno.
Nosotros ya habíamos perdido la esperanza de rescatarla y simplemente buscábamos la forma de alimentarla. También es cierto que estábamos organizando una especie de batida para capturarla esta misma semana, pero no hizo falta.
El lunes por la mañana apareció tiritando de frío a la llamada de mi mujer. Apenas comió nada del chuletón recién cocinado, pero permanecía pegada a ella a pesar de los insistentes y acostumbrados ladridos de Kira. La presencia de Pancho tampoco la intimidó y comenzó a hacer caso de la voz de mi mujer “¡Vente Colibrí, vente!”. Dócilmente nos siguió hasta la entrada del garaje de casa. Y allí se quedó sin querer entrar. La decepción nos desanimó un poco. Nada más llegar a casa mi mujer vio desde el balcón que Colibrí se había quedado para hacer guardia en la puerta del garaje. De inmediato agarramos una lata de comida para intentar convencerla de que entrara y bajamos a buscarla.
En mi cabeza había varios planes para capturarla, pero no hizo falta ninguno. Al llegar al garaje ella ya había entrado (tendrá alguna extraña habilidad para abrir puertas?), al ver a mi mujer se pegó a su costado y la siguió sin dudar ni al quedar enclaustrada en el ascensor, ni al franquear la entrada de casa. Eso sí que fue “entrar hasta la cocina del tirón”.
Tras una horita de adaptación con Pancho y Kira, conseguimos ponerle un arnés e ir a visitar a la veterinaria, que nos confirmó que no tiene microchip, que tiene la dentadura estupenda, alrededor de tres años, pesa cinco kilos y medio, que está bien de salud, que le hace falta un baño y que ha tenido una suerte estupenda. Por aquel entonces ya se nos había olvidado para siempre a los dos la idea de buscarle un hogar, porque ya lo tenía.
Dicen que el 24 de Enero es el peor día del año. Pero eso va por barrios. Para nosotros ha sido un día estupendo y para Colibrí que aunque no tenga ni idea del día que es hoy, comienza a disfrutar de una vida mucho más apacible que la que ha llevado hasta la fecha.
¡Bienvenida a casa, Colibrí!