No se si sabéis que soy una de esas típicas chicas tan blanquitas que tienen que oír una y mil veces eso de: “¡Que blanca estas! ¿Es que no vas a la playa?”. Me toca mucho las narices pero, ¿qué les vas a contestar? “ ¡Si, soy blanca! ¡Y si, voy a la playa, vivo a escasos metros de ella! ¡Échale la culpa de mi tez pajiza a mis genes, idiota!” Pues no, no les puedes contestar eso, la educación que tus padres te inculcaron con tanto ahínco te lo impide, así que te limitas a sonreír con cara de “Eres gilipollas, en serio” y a cambiar de tema. Pues bien, como ya os dije, he estado unos días por tierras manchegas y a pesar de haber ido a la piscina un par de veces, cuando volví me dí cuenta de que había recuperado el habitual blanco nuclear que tanto me había esforzado en perder de vista. Como ya estamos en septiembre y quedan poquitos días de verano, he decidido aprovecharlos para tomar el sol y entrar en el otoño lo menos blanca posible.
La otra tarde, después de zamparme una tajada de melón bien fresquita, me enfundé mi bikini, me embadurné de crema solar y para la playa que me fui como de costumbre. Me gusta ir sola, para mi es un momento de lo mas placentero y relajante. Sentir el calorcito del sol haciéndote cosquillas por todo el cuerpo, enterrar los dedos de los pies en la arena, el sonido de las olas, el agua cristalina, la brisa del mar revolviéndote el pelo… Es una sensación que no cambio por nada. Cuando voy acompañada (bien acompañada) también disfruto, pero de otra manera. Además, yendo sola, pueden llegar a pasarte cosas muy curiosas, como ver a un tipo cincuentón, con una barriga cervecera de las que hacen historia a cuestas, intentando meterse en un traje de buzo. La verdad es que resultaba bastante cómico y, aunque no me exime de culpa, no era precisamente la única que le observaba. Ahí estábamos toda una trupe de playeros mirando al pobre señor rellenito. Era admirable. No parecía darse cuenta de todos los ojos que estaban fijos en él y, si lo hacía, no daba muestras de ello. Se afanaba en terminar su misión, sin importarle el michelín de aquí o de allá, o en si parecía una ballena bebé, lo único que importaba era lograr su meta, disfrutar de las maravillas del fondo marino. ¿Qué importaba si a cuatro palurdos les resultaba gracioso lo que tenía que hacer para conseguirlo?
Me pareció todo un ejemplo a seguir. Luchar por nuestros objetivos, aunque mucha gente no nos entienda , aunque se rían o nos tachen de locos o ingenuos, si creemos en nosotros mismos, nada más debe de importar. Ese señor me hizo darme cuenta de una cosa: Por fortuna, todos hemos sido o seremos alguna vez, como buzos rechonchos.